viernes, 14 de junio de 2013

CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 5. Proporción


           Habiendo perdido la fe en la modernidad arquitectónica y por lo tanto, en la arquitectura de mi época en general, en cierta ocasión planeé una visita a la célebre capilla de Notre Dame en Le Rochamp, (Le Corbusier 1950-54).



            Conocedor a través de innumerables fotografías de casi todos sus juegos formales, texturas, colores y materiales, y ajeno por completo al interés polémico de la obra en el contexto estilístico de la modernidad, mi única preocupación o el único objetivo de la visita era percibir su tamaño y sus proporciones. Recuerdo perfectamente las dudas que me asaltaban cuando subía la rampa peatonal que da acceso al templo desde el parking inferior: ¿me encontraré con una ermita minúscula o, por el contrario, asistiré a la contemplación de una escultura gigantona? Las fotografías son un medio poco fiable para saberlo con antelación. Las más de ellas se hacen sin personas y cuando las hay, los efectos de los angulares o de los teleobjetivos producen distorsiones considerables. Por otra parte, al haber perdido la arquitectura moderna cualquier lenguaje decorativo que funcione como intermediario entre el edificio y el hombre, o que articule los volúmenes y los espacios como el lenguaje clásico hiciera en otro tiempo, el único modo de comprobar y sentir su tamaño y proporciones, es acercarse hasta él.

              Confieso que me sentí conmovido. A lo largo de este libro o en muchos de mis escritos suelo hacer mofa del histrionismo y los desvaríos teóricos de Le Corbusier, pero a decir verdad, casi todos los edificios suyos que he visitado me han causado si no emoción, si por lo menos una agradabilísima sensación espacial o arquitectónica que, sin lugar a dudas, yo achaco a sus buenas proporciones. Le Corbu fue un arquitecto insensato pero un mago de las medidas. Años después, lo corroboré en la visita a la Casa La Roche-Jeanneret en Ateuil, París: las transiciones espaciales entre las dimensiones de unos y otros espacios de la casa me parecieron justamente el secreto de su éxito.



               Sensaciones completamente opuestas he experimentado en no pocas ocasiones y siempre para mi desventura en la arquitectura de mi maestro Moneo: la estación de Atocha es seguramente uno de sus mayores despropósitos (véase mi artículo “Las verdaderas fotos de la estación Atocha”, recogido en Una voz en un Lugar), por no hablar del Aeropuerto de Sevilla, del Kursaal de San Sebastián o del Ayuntamiento de mi ciudad). Otro ejemplo notable que me viene a la memoria es la tan elogiada Casa Schroeder de Rietveld, en la que la falta de magia en la proporción me desilusionó profundamente.

             Pero volvamos a lo bueno. En otra ocasión viajé a Chicago con varios profesores de la Escuela de Arquitectura del Vallés (recuerdo con poco entusiasmo la compañía de Sanz Esquide o de Donato) y me reí de lo lindo al ver la cara de tontos que ponían ante el tamaño de las famosas casas de la pradera. ¡Cielo santo, qué pequeñitas y qué acogedoras son!, -decían (y decíamos todos)-, con lo grandotas que nos las habíamos imaginado. Sanz Esquide tenía en prensa un libro en ed. Stylos sobre Wright y yo me sentí especialmente alarmado acerca de lo que los catedráticos universitarios pueden llegar a escribir sobre arquitectura. No recuerdo que nadie se preguntase en voz alta por qué estábamos todos tan confundidos, ni que aventurasen sugerencia alguna. Buenos son los profesores universitarios, -pensé entonces-; cómo para ir regalando por ahí sus observaciones.

             Lo de Le Corbusier podía ser explicable porque a falta de trabajo durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial anduvo obsesionado con la idea de que la belleza reside en las proporciones y en la sección áurea, y hasta dio en escribir un librito (El modulor) poco antes de construir Le Rochamp (1948) con el que siendo yo estudiante (y creyente) perdí una buena cantidad de horas. Wright, que yo sepa, no se aplicó nunca a una tarea similar, y sin embargo, poseía el don de la proporción en el mismo y excepcional grado.

            Por acabar con otra experiencia positiva diré que con relativa frecuencia se puede comprobar también cómo las proporciones de la arquitectura popular están siempre mucho más ajustadas que en la arquitectura de los arquitectos. La foto de las dos casas en Las Cruces (Pontevedra) del volumen 1 de la colección de libros de Carlos Flores (Arquitectura Popular Española ed Aguilar) me parece la mejor demostración.



            El uso del metro, el plano y la modulación parece que tienen la culpa. Volveremos a ello después de un poco de erudición y de metáfora.

            Explica Severino (La filosofía antigua, ed Ariel, Barcelona 1992) que Pitágoras conduce el mundo del número al corazón de la filosofía. Frente a los elementos matéricos que los primeros filósofos llamados “físicos” proponen como “arché” o principio universal de todas las cosas, Pitágoras propone como arché a un elemento conceptual y cuantitativo, el número, que en el fondo no es más que una determinación particular. Por eso, para entender el alcance de su propuesta, hay que tener en cuenta que, “al igual que el aire de Anaxímenes o que el agua de Tales no son simples elementos físico-sensibles, el número de los pitagóricos -en cuanto elemento de todas las cosas- no es un simple elemento matemático”. Para apoyar ese salto, Filolao reafirma la naturaleza filosófica del número manifestando que mientras que el “error” es hostil a la naturaleza del número, la “verdad” en cambio, corresponde a esa naturaleza.

            Dicho de otro modo, el anhelo de encontrar un principio que todo lo fundamente y explique, y el prestigio que tiene el número en tanto que código de entendimiento y de natural verdadero (como dice Filolao), lo mueven a convertirse en Dios. De la humilde cuna de un lenguaje simplificado (que el propio Pitágoras se encargó de desarrollar mediante la tabla de multiplicar, el sistema decimal y su famoso teorema geométrico) salta a convertirse en la explicación de todo.

            Además de ello, los pitagóricos encontraron que la armonía musical dependía estrictamente de las relaciones métricas de la longitud de las cuerdas o de los tubos de aire que hacían vibrar, así que indujeron que toda armonía y en especial la relativa a las formas visuales, habría de tener un fundamento matemático. La geo-metría, que por mis etimologías caseras ha de ser el estudio de las medidas de las cosas que nos ofrece la tierra, pasará sin embargo a convertirse en arte de inventar formas basadas en relaciones métricas y matemáticas.

           Se atribuye a Polícleto el estudio de un canon de medidas del cuerpo humano que correspondería a la definición de armonía o belleza. En el capítulo 2 de El significado de las Artes Visuales de E. Panofsky 1995 (ed Alianza, Madrid 1987), que lleva por título “La historia de la teoría de las proporciones humanas como reflejo de la historia de los estilos”, puede leerse la evolución y el sentido de los sucesivos cánones del cuerpo humano, arrancando desde antes de la antigüedad clásica. Expone Panofsky que mientras los cánones egipcios tenían una utilidad básicamente constructiva de las esculturas, el canon de Polícleto (según Crisipo), es toda una definición de la belleza, que “no consiste en los elementos sino en la proporción armoniosa de las partes” (p 84). La fuerza del canon del cuerpo humano decae o reaparece históricamente en diversas culturas, como en la bizantina (Manual del pintor del Monte Athos) o islámica (escritos de los Hermanos de la Pureza, Arabia s IX y X), atraviesa tímidamente la Edad Media con algún intento de esquematizaciones de carácter técnico (Villard de Honnecourt), para resucitar con la fuerza de un postulado metafísico en el Renacimiento Toscano (Alberti y Leonardo) y en los círculos neoplatónicos del Veneto. Durero, finalmente, “sucumbió a la tentación de cultivar el estudio de las proporciones humanas como fin en sí mismo” (op cit p 112) con un valor que según él mismo estimaba, era más instructivo que práctico.

            Por lo que a la arquitectura-decoración interesa, tras tantas y tantas mediciones de los templos griegos, parece demostrado que en la génesis de los lenguajes clásicos de la arquitectura, hay también un canon que relaciona la anchura de las columnas con su altura, con la dimensión de los capiteles y las basas, con los intercolumnios, con los arquitrabes, etc. etc. Vitrubio explica las relaciones métricas de la columna jónica y los elementos de su jerga en el cap V del libro III, las del orden dórico en el cap III del libro V, las del toscano en el cap. VII del libro V; dejándose en el tintero las del corintio, de las que habla muy sucintamente en el arranque del cap I del libro IV. Ante ese desorden y la pérdida de las láminas de su tratado, no es de extrañar que todos los arquitectos del renacimiento iniciaran sus estudios midiendo columnas, capiteles y arquitrabes hasta que Serlio primero o Vignola después fijasen un par de canones, que por ser formulados a posteriori y no como principios, nadie los debió tomar nunca como norma para sus proyectos por mucho que se llamasen “órdenes”.

           Al margen de columnas y órdenes, lo que sí interesa del Vitrubio es lo que dice en el capítulo II del libro I, esto es, que además de orden, disposición y distribución, la Arquitectura se compone de euritmia o proporción, siendo ésta “la belleza o el grato aspecto que resulta de la disposición de todas las partes de la obra, como consecuencia de la correspondencia entre la altura y la anchura de éstas con la longitud, de modo que el conjunto tenga las proporciones debidas”.

         Pero volvamos un poco al pensamiento. Con la irrupción en la escena histórica de dioses mucho más novelescos que los arches griegos, la lista de los pensadores que se acordaron del número pitagórico fueron bien pocos, y según se dice, tan sólo se encuentran breves citas o referencias en San Agustín o Boecio (aunque de este último he rastreado La Consolación de la Filosofía y no he encontrado nada). La eclosión renacentista hizo cambiar las cosas y los tratados sobre las maravillas de las proporciones o las armonías musicales se sucedieron unos a otros. Luca Paccioli adquirió notable prestigio con la sección aúrea explicada en su tratado titulado La Divina Proporción (ed esp Akal, Madrid 1987), y Francisco de Giorgi escribió un extenso estudio sobre la Armonía del Universo que le valió ser llamado a consulta por el dux Andrés Gritti para la realización del famoso informe sobre la armonía de proporciones en la veneciana iglesia de San Francesco della Vigna.

           La persuasión filosófica del número fue decayendo a partir de entonces con la misma intensidad en que éste ascendía por asociación con la naciente Ciencia. Mira por donde que cuatro siglos después cuando todos los otros principios, fundamentos o dioses han muerto o caído en el olvido, y“ su epifanía más actual y clara es como Dinero (...), no magmático y difuso, sino necesariamente contable”, el Dios de nuestro tiempo “está tan regido por los números que, en su imperio más avanzado, con los números mismos se confunde” (De Dios, Agustín García Calvo ed Lucina 1996 p 213).

           Volviendo a la arquitectura-decoración y al punto de la eclosión toscana del quatrocento, no podemos dejar en el tintero la tercera repetición de la belleza basada en el número que hace Leon Battista Alberti en sus diez libros agrupados en De Re Aedificatoria (primera edición en 1485). H. W. Kruft desmenuza con precisión alemana sus contenidos en la Historia de la Teoría de la Arquitectura vol 1 cap 3, y expone con claridad sus reflexiones sobre el número, la simetría y el concepto de belleza, -que él prefiere llamar de la “justa medida”-, que es “una especie de concordancia y una armonía de las partes con el todo”, para acabar diciendo que dado que la arquitectura, por analogía con la naturaleza, se ha de manifestar en infinitas formas, Alberti evita la dogmatización de sus leyes, a las que les atribuye el valor de simples indicaciones para construir.

          Según Benévolo (H de la Arq. del Renacimento volumen 1 página 675) en el citado episodio de San Francesco della Vigna se abrió un debate arquitectónico en el que se ponían en juego tres núcleos independientes de la disciplina: los tipos distributivos, las relaciones matemáticas y el repertorio estilístico, y concluye que Palladio lo resuelve unificándolos en su obra pero “inclinándose por el último de ellos”. En la lectura que Kostoff hace del Palacio Chiericati (vol 2 p 833) abunda aún en el interés de Palladio por las proporciones y las armonías musicales pero lo que está claro es que Palladio en sus Cuatro Libros de Arquitectura no da demasiada importancia al asunto de las proporciones y que en todo caso, no desarrolla ningún sistemática.

          A medida que la fe en las medidas de desvanece, los órdenes dan piruetas o se retuercen, y los números se multiplican hasta el infinito en su boda con la Ciencia (esa otra fe), la arquitectura-decoración inicia un lento y penoso camino hacia su extinción. Caída en el descrédito con todos sus ropajes históricos aparece en Francia una estridente voz diciendo que la nueva arquitectura es la del número, esto es, la de los ingenieros, y en una temporada sin trabajo por la ocupación alemana de Francia (ya lo hemos dicho) se dedica a hacer un nuevo metro basado en las dimensiones de un francés de talla media y en la sección aurea de Paccioli (aunque sin citarlo para nada). El Modulor de Le Corbusier, que así se llaman el libro y la voz estridente, arranca de unas imágenes de la Historia de la Arquitectura de Auguste Choisy en la que con cierta desfachatez se buscaban trazados reguladores y relaciones geométricas sobre imprecisas fotografías.



            Ya que Le Corbusier no podía aplicar sus relaciones métricas sobre un lenguaje decorativo dio en relacionar sus medidas del cuerpo humano con las alturas o anchuras de las habitaciones o con las modulaciones de las ventanas, en un grado de arbitrariedad que sólo un ingenuo estudiante como yo pudo aguantar durante algo más de un mes su estudio detenido y la fe de sus principios. No creo que ni el mismo Le Corbusier se acordase del modulor cuando ideó las caprichosas formas de la capilla de Le Rochamp, ni creo que nadie pueda relacionar lo uno con lo otro, pero lo que sí es cierto, como decía al principio, es que sus proporciones resultan francamente emotivas.

           Acaba aquí mi erudición y vuelvo a mi tesis: aunque el número haya sido durante no pocas ocasiones un mito de la belleza y aunque el número sea definitivamente el soporte de conocimiento científico y de la técnica aniquiladora a él asociada, al margen de lo uno y lo otro, o alejados de ello decididamente, propongo aquí considerarlo como el quinto elemento que participa del alfabeto de la imagen de las cosas y del arte de la arquitectura. Un número mucho más domesticado, evolucionado y cargado de historias, al que nos podemos acercar desde otros conceptos próximos a él.

            Por lo que a la arquitectura se refiere, los problemas del tamaño o del límite me parecen hoy en día de la mayor importancia. En su semejanza con la naturaleza, la referencia inexcusable es la observación de Galileo sobre el límite del tamaño de las cosas según el principio de la similitud formulado por Arquímedes. D’Arcy Thompson lo expuso con gran amenidad en su obra Sobre el Crecimiento y la Forma, 1917 (ed. esp. ed H. Blume, Madrid 1980) y Enrico Tedeschi incluyó un didáctico gráfico en su Teoría de la Arquitectura aplicado a las formas estructurales.



          Ahora bien, en ambos casos se trata de límites matemáticos o internos y no de límites externos impuestos desde otros principios humanos. ¿Puede un criterio de belleza o de sensatez imponer límites al tamaño de las cosas?

          El arquitecto municipal de Hilversum, Williem Marinus Dudock hizo votos para que su ciudad, a la que trató siempre como una creación artística, no creciese más allá de los cien mil habitantes. El tiempo parece por ahora respetarle en cierta medida, aunque el carácter disperso y abierto al territorio de su urbanismo parece no comulgar con la noción de límite. Christopher Alexander sí que habla, sin embargo de límites claros para el tamaño de los entes urbanos: en el patrón número 12 de El Lenguaje, sostiene que las comunidades vecinales deben situarse en una magnitud de entre 5.000 y 10.000, (da una cifra media de 7.000), porque sólo así quedan garantizados los vínculos entre el hombre de la calle y sus representantes electos o las relaciones vecinales de todos ellos. En comunidades de más tamaño, sigue Alexander, se deberían establecer divisiones y límites geográficos reconocibles para reconducir su configuración hacia ese tipo de población ideal.

         Por otra parte, Alexander establece también un límite para la altura de los edificios en cuatro plantas (patrón 21) porque a partir de esa altura se pierde la conexión entre los pisos y las calles donde se sitúan y esa pérdida de relación convierte al edificio en un mundo cerrado en sí mismo y ajeno al lugar y la ciudad.

          Nótese que estas dos limitaciones están enunciando todo un modelo de ciudad basado en las relaciones entre las calles y los edificios y en las relaciones de vecindad. La agrupación o construcción humana que no cumpla esos requisitos debería dejar de llamarse ciudad.

         También los edificios, aunque no tengan más de cuatro plantas pueden convertirse en inhumanos cuando son gigantes y monolíticos de modo que cualquier gran edificación debería fragmentarse en un“complejo de edificios” (patrón 95), en el que cada uno de ellos pudiera expresar su diferente carácter.

         Aunque no se trate propiamente de un edificio sino de un artefacto, monumento o gigante bibelot, la perdida batalla sobre la no construcción de la Torre Eiffel marcó un hito en la historia de la humanidad. En la Historia de la Arquitectura Moderna, Benévolo ilustra el episodio con un excelente fotografía



en la que el contraste entre el chisme y la ciudad amable no pueden ser más elocuentes. Leconte de Lisle, Zola o Maupassant, firmantes del manifiesto contra la erección de la torre quedarían para la historia como figuras retrógradas y antiprogresistas, pero a mi juicio, más por los argumentos con que se opusieron a la torre que por la toma de partido en contra de su construcción. Vistos los hechos con cierta perspectiva, lo trágico es que un acontecimiento que pudiera haber sido admitido como una licencia festiva ligada a una feria efímera, se haya convertido en el símbolo de la esa ciudad gigante que no merece el nombre de ciudad. La conurbación del París del siglo XXI ya la ha dejado pequeña y la línea entre el París que pudo representar y el actual ha quedado desdibujada. Hay que aceptar que en la actualidad ya no es más que un bibelot para los turistas. O un cuento, o un juego salido de la imaginación, como las aventuras de Gulliver, o como la exposición de Paul Ritter en 1959 The children eye view en la que se construye una casa aumentándola proporcionalmente en la relación de tamaño entre un niño y un adulto para que los adultos podamos volver a ver el tamaño de sus muebles y enseres con los ojos de un niño.



           Divertimentos que se adaptan muy bien al lenguaje cinematográfico y que nos han permitido hacer viajes por el interior del cuerpo humano (El chip prodigioso) o estar perdidos en el césped del jardín entre hojas de hierba gigantescas (Cariño, he encogido a los niños).

           Sobre la fascinación que los grandes edificios ejercen sobre mentes pueriles o las reflexiones que desencadenan en mentes no tan pueriles (Worringer, Azúa, Kostoff) , puede verse mi articulito “Grandes Edificios de la Humanidad” en El retablo de Ambasaguas ed COAR 1999). Sobre la carrera de los records en los rascacielos o sobre obras colosales salen un ciento de artículos cada año que cabe clasificar en la carpeta de curiosidades, anomalías o monstruosidades pero no en la de arquitectura.

           En los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 resulta curioso observar cómo en la mentalidad popular ha quedado grabada con mucha mayor fuerza la destrucción de las torres gemelas que el ataque directo al Pentágono, cuando el significado militar de este último atentado excede con mucho al de Nueva York. Si el gigantismo es expresión de un poder acumulado y mensurable, parece claro que la expresión del poder del capital, expresado en el número de plantas que se elevan una sobre otra hacia el cielo, ha dejado atrás al de los centros institucionales, que en el caso americano se ofrece mediante un enorme pero bajo edificio monolítico con una extravagante forma geométrica. Si para sacar alguna lección sirviera el lamentable acontecimiento terrorista del primer septiembre del siglo XXI, ese sería que la caída del poder del número ha sido mucho más rotunda que la del institucional y que mientras el edificio de éste se reconstruye, las torres gemelas parecen irremplazables.

         Pero dejemos la macroescala y la anécdota para volver a la arquitectura y la ciudad no sin antes recordar que todo lo que exceda de diez mil habitantes no es ciudad y todo lo que se eleve más de cuatro plantas o todo edificio que crezca indefinidamente sobre una simple forma sin diversificarse no es arquitectura. Eso es lo que debería enseñarse no sólo en las escuelas de arquitectura sino en las escuelas de todo el mundo. Todo lo que sobrepase esas cantidades pertenece a la religión del número o a la de la acumulación de poder; materia religiosa y no arquitectónica.

          Los consejos dimensionales de Alexander sobre lo propiamente llamado ciudad o arquitectura aparecen a lo largo de su manual de patrones. Alexander no plantea nunca la contradicción entre ciudad y automóvil, y por ello trata de hacerlo compatible con medidas tales como el nueve por ciento de aparcamiento (patrón 22) o aparcamientos pequeños (patrón 103). Respecto a la construcción de los edificios da una serie de normas de tamaño bien claras: muros gruesos (patrón 197) y en consecuencia, mochetas profundas (patrón 223), y columnas tan gruesas como para que sean capaces de crear lugares-columna (patrón 226). Acerca de los balcones exige que tengan un mínimo de 1,80 m (patrón 167) para que puedan convertirse en habitaciones exteriores (patrón 163). Pide que los pasillos sean cortos (patrón 132), para no dejar nunca que la arquitectura ceda a la tentación de la adición indefinida, que los lugares de reunión sean pequeños (patrón 151), que las alturas de los techos varíen en función de su tamaño en planta, su uso o su posición respecto otros espacios (patrón 190) o que haya estantes a la altura de la cintura.

         Los entrepaños pequeños (patrón 239) es un patrón curioso que establece un nivel intermedio entre nuestra pequeñez y la amplitud del panorama que siempre ofrece una ventana. Cada vez que mis alumnos de decoración proyectan un escaparate tienen la tendencia de resolverlo con una gigantesca luna acristalada sin darse cuenta que los entrepaños son el mejor encuadre para diferenciar los productos que el escaparate exhibe.

          Pero el patrón más curioso en que Alexander reflexiona sobre el tamaño de las piezas de la arquitectura, es sin duda el número 240, que lleva por título Chambrana de 1,25 cms. Se cuenta en él que los saltos de escala de un ambiente orgánico y amable no han de producirse nunca en proporciones de 1 a 5 o como mucho de 1 a 10: las relaciones de las ramas con los troncos, de los dedos con la mano, de la mano con el brazo, etc.

          Y que en si en el nivel más pequeño de percepción sobre el grano o la fibra de los materiales estamos en torno a 1 mm. y las imperfecciones admisibles de los materiales para una economía sensata estaría en el orden de 1,25 cm, las chambranas que resolvieran las juntas o las ocultasen deberían estar en esa dimensión y no en anchuras mayores y más artificiosas. La síntesis entre economía de la construcción, naturaleza de los materiales y razón de los elementos decorativos que los articulan es el mejor alegato contra una arquitectura cristalina y minimalista que una vez más responde a la mítica del número de la perfección y no a los principios o a la naturaleza de los elementos constitutivos de la arquitectura que hemos tratado hasta aquí.

           En cualquier caso, la recomendación más profunda sobre las proporciones no está en El Lenguaje sino en El Modo, y no hace referencia a los tamaños de las cosas sino al método en que éstas son creadas. Según se desprende de la furibunda crítica de la arquitectura miesiana contenida en el capítulo 13 (La ruptura del lenguaje) y del sistema de construir sugerido en el capítulo 21, el uso del dibujo, del metro y de la modulación son los peores enemigos de una arquitectura proporcionada. Alexander desconfía del número como arché de la arquitectura, y de la modulación geométrica como red o alma del tamaño de las multiplicidad de piezas que conforman una construcción, y en eso es fácil estar de acuerdo Lo que ya parece sorprendente es que desconfíe del uso de los planos cuando parece claro que el manejo de la escala es una destreza que cualquier alumno puede adquirir en un aprendizaje normal de escuela. Si de economía hablamos, los planos ordenan y coordinan con eficacia el posterior proceso de construcción y creo que su negación es uno de esos puntos negros en los que Alexander ha actuado más como predicador que como hombre de probada sensatez.