lunes, 17 de junio de 2013

CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 2. El buen color


            Las fotografías de los dos libros de Alexander a los que continuamente hacemos referencia en este libro, están impresas en blanco y negro. A Alexander le gusta el apoyo de la imagen para ilustrar o reforzar sus ideas, así que resulta paradójico que si la “cualidad sin nombre” que distingue a los buenos y malos edificios y que tiene que ver con lo viviente, lo integral, lo exacto, o con la diferencia entre la salud y la enfermedad; resulta paradójico, -digo-, que prescinda del color, cuando precisamente el “buen color” es lo que distingue lo saludable de lo enfermizo. Lo más agradable que pueden decir de ti es que tienes “buen color”, lo que por aquí suele viene a significar lo mismo que decir que “tienes el guapo subido”. Por el contrario, si alguien te dice “qué mal color tienes hoy ” te entra una aprensión tremenda: ¿tendré una enfermedad?, ¿me estaré muriendo?. La única alusión al color en toda su obra es el pattern 250, que aunque está señalado con dos asteriscos (lo cual quiere decir que se trata de propiedades profundas e ineludibles), carece de una sólida argumentación, parece redactado por gentes de climas fríos y tiene observaciones contradictorias. Dice así: “Los verdes y grises de los hospitales y pasillos de oficinas son fríos y deprimentes. La madera natural, el sol y los colores brillantes son cálidos. De alguna manera la calidez de los colores de una habitación establece en buena parte la diferencia entre el confort y la comodidad. Elija para las superficies colores que, junto con el color de la luz natural de las luces artificiales y de las luces reflejadas, creen en las habitaciones luz cálida”.  Sólo la confusión entre brillante y cálido ya deja claro el poco dominio en la materia, así que no es de extrañar que en las explicaciones del pattern se diga luego que “evidentemente no es verdad que todas las habitaciones pintadas de rojo y amarillo estén bien; ni que todas las pintadas de azul o gris parezcan frías”. Por no mencionar que la calidez puede significar salud en un clima frío pero que en un clima cálido, el hombre construye su casa como un oasis de frescor.

           Félix de Azúa, en nuestro otro libro de cabecera, aparea con notable acierto los colores con las palabras para decirnos lo complicado y huidizo que es el asunto: “el color es un abismo en el que se han precipitado cerebros muy notables, como el de Wittgenstein (...) quien se asombraba de que un asunto tan enigmático hubiera sido tan escasamente reflexionado por la filosofía”.  Y más adelante: “se comprende que buena parte del arte moderno haya prescindido del color”.

           Yo diría que la escisión de la experiencia del color respecto de la realidad integral, tiene mucho que ver la invención y utilización generalizada de ciertos medios técnicos tales como la impresión, la fotografía o el cine en blanco y negro. Del mismo modo que la experiencia musical se transformó profundamente a partir de la técnica de la grabación, separando ésta del momento y lugar en que el músico la hace, el hombre se acostumbró también a experimentar la realidad sin color tantas veces como veía un dibujo, una foto o una película en blanco y negro.

           Pero lo cierto es que el color ya estaba escindido mucho antes, desde que se aislaron los propios pigmentos y se empezaron a utilizar éstos para enriquecer las formas, enmascararlas, reforzarlas u ocultarlas. Dos de las polémicas histórico artísticas más desazonantes fueron aquellas que se plantearon acerca de la existencia de pinturas sobre formas tan prístinas como las de los templos griegos o las catedrales góticas.



            Ningún hombre moderno acepta de buena gana que sus autores los hubieran querido pintar (del mismo modo que tampoco nadie quisiera ver “El séptimo sello “ de Ingmar Bergman en Technicolor).

            La escisión de la experiencia, la fragmentación de la realidad tiene que ver con la voluntad aisladora que según Enmanuel Severino, constituye la esencia de Occidente (la locura de Occidente), una voluntad basada en la fe en el devenir “que hace imposible todo estar, y por ende todo inmutable, todo centro, toda unidad definitiva de lo múltiple” (La tendencia fundamental de nuestro tiempo, 1989, trad esp ed Pamiela 1991). Pero la experiencia de la pigmentación o no pigmentación de una superficie se pierde en la noche de los tiempos según podemos apreciar en las tumbas egipcias. Al permitirnos dar color o quitar color a un objeto hemos destruido toda su verdad (su episteme, que es su “estar”), de ahí que toda la mitología del color en arquitectura tenga que ver con “la utilización de los materiales en su color natural”. Un mito que es una leyenda, una palabra, una pose, una fe, porque nada hay “natural” en el artificio de la arquitectura: en la forma de cortar o pulir una piedra aparecerá uno u otro color, en la cocción más o menos intensa del ladrillo se definirá su color, las arenas definirán el color del mortero y así sucesivamente. Perdida la inocencia estamos condenados a elegir el color una y otra vez, como estamos condenados a oscilar entre el buen color de nuestra salud o el mal color de nuestra enfermedad.

            Así que yo diría como “tesis” que todo aquello que no tiene color no es sano, no es íntegro, no es viviente, y que hay que huir del no color como de la mismísima abstracción: como de la mismísima muerte. O por lo menos estar prevenidos cuando las cosas se presenten así.

            Es curioso que los dibujos más reproducidos de Louis Kahn, uno de tantos arquitectos acromáticos de este siglo, sean los de sus cuadernos de campo en sus viajes a Egipto y Grecia.




              A la hora de representar las columnas de Luxor o del Partenón,  Kahn echa mano de las ceras de colores más vivos a su alcance y hace unos dibujillos intranscendentes que transmiten toda la alegría y falta de prejuicios de la infancia. Los niños rara vez pintan en blanco y negro. En su revoltijo de sensaciones no aciertan a representar las cosas en su color real, pero no por ello les quitan su color sino que lo mezclan aleatoriamente sin prejuicio alguno. Es lo que hace Kahn de una manera más o menos consciente en sus famosos dibujitos, y de ahí que fascinen a todo el mundillo de la arquitectura, en cuya pedagogía no existe ninguna asignatura sobre el color. David Batchelor ha recogido recientemente en un librito titulado Cromofobia (Londres 2000, v.e. ed. Síntesis, Madrid 2001) diversas huidas hacia el blanco o miedos al color acaecidos durante el siglo XX, que es todo un diagnóstico clínico de nuestra cultura del color. 

            Pero del mismo modo que hay que estar prevenido contra todo aquello que no tenga color o que tenga mal color, hay que armarse también de valor para acercarse a todo el material escrito acerca del color aisladamente considerado, que es mucho y variopinto, y que va desde los articulitos titulados “el color en la obra de tal y tal” hasta los manuales más sesudos y científicos. Siempre me han aburrido mucho, siempre he olvidado todo lo que aprendía en ellos y ahora sé por qué. En los viejos planes de las Escuelas de Artes y Oficios había una asignatura específica que se llamaba “Color”, (imagino que también existirá en los estudios de Bellas Artes), pues bien, siempre me horrorizaba enterarme de sus contenidos. Pero en un Manual de Crítica como éste no se pueden pasar por alto lo más común siquiera de su terminología, así que vayamos con ello.

              Al aislamiento de los pigmentos ocurrida en la noche de los tiempos, vino a sumársele en 1666 la descomposición que hizo Isaac Newton de la luz blanca en un espectro de colores. Desde entonces sabemos que luz y color son entes indisolubles. Pero considerada la luz como una radiación y separando la realidad física del ojo humano que la observa, Harald Küppers (en sus “Fundamentos de la teoría de los colores”, 1978, v.e. ed GG Barcelona 1980) concluye que “en el mundo físico no existe el color” (pag 102). El libro de Küppers es también impresionante por otras causas: desde el comienzo al final todo su texto está ordenado en epígrafes que contienen todos ellos una proposición, una demostración y una conclusión (!). El color por tanto está en la capacidad de nuestra retina y de nuestro cerebro en leer de modo diferente unas y otras radiaciones a la manera de una computadora, tal y como, por supuesto, demuestra el inefable Küppers (pag 23).

          Los estudios del ojo y de la radiación han puesto felizmente final a la confusión sobre los colores primarios que arrastramos desde los tiempos del neoplasticismo cuando Rietveld optó por el Rojo, el Amarillo y el Azul, mientras que Mondrian y sobre todo Vantongerloo prefirieron el más sensato Rojo, Verde y Azul procedentes del espectro newtoniano (“Color y Cultura, John Cage 1993, trad esp ed. Siruela 1993: auténtica enciclopedia del Color en las Bellas Artes). Los tres colores primarios de Küppers también son el azul, el verde y el rojo (pag 25), con demostración incluida. Pero las artes gráficas, sin embargo, volvieron a un Rietveld algo modificado proponiendo como básicos los colores Amarillo, el Magenta (más o menos rojo) y el Cyan (más o menos azul).
Para salir de dudas nada mejor que volver a Küppers y aclarar que el Amarillo es el Verde + Rojo; que el Magenta es el Azul + Rojo; y que el Cyan es Verde + Azul. Para estar en paz con todos, lo propio es llamar primarios a los seis y no a sólo tres, y añadir el Blanco que sale de sumar Azul + Verde + Rojo, y el Negro que resulta de no poner ninguno de los tres, lo que da una lista definitiva de ocho colores primarios.

           Con los primarios y menos primarios se confeccionan círculos no siempre coincidentes unos con otros que vuelven a causar confusión y aburrimiento. (Veanse dos muestras: círculo cromático de “Color, Proyecto y estética de las artes gráficas, Fabris y Germani, ed Don Bosco, Barcelona 1979 pag 52; 


y círculo cromático de “El color en la decoración” de Sloan y Gwynn 1990, trad esp ed Blume, Barcelona 1996, pag 9 ).



           No conforme con los círculos, el siempre metódico Küppers se lanza a publicar auténticos atlas de colores en los que ofrece mezclas con negro de los tres colores de las artes gráficas en proporciones variables de un 10% (Atlas de los colores, 1978, trad esp ed Blume Barcelona 1979), si bien advierte de que no se saquen mucho los atlas a la luz porque verían alterados los colores y que “quien lo utilice con frecuencia debería adquirir un nuevo ejemplar del Atlas cada dos o tres años al menos” (!) (pag 11). Para revolver un poco más el asunto, al viejo Azul le llama ahora violeta y al viejo Rojo, le llama Naranja (pag 17) . 



            Poco antes de todas estas clasificaciones tan “científicas”, el célebre profesor de la Bauhaus, Joseph Albers recopiló en Yale sus viejos y nuevos  trabajos sobre la Interacción del Color que fueron publicados en 1963, de forma completa y voluminosa, y en 1971, en edición de bolsillo (trad esp ed Alianza, Madrid 1979).



             Demostrado en él que la percepción de los colores sufre alteraciones por la presencia de otros o por las formas en que se presentan, Albers arroja la toalla y escribe con candidez: “el buen manejo de los colores es comparable a la buena cocina. Incluso una buena receta de cocina exige probar y volver a probar a lo largo de su puesta en práctica. Y aún así la mejor prueba depende del paladar del cocinero”. Y poco más adelante: “Una vez más, digamos que nuestro objetivo no es el conocimiento y su aplicación, sino la imaginación flexible, el descubrimiento, la invención: el gusto” (pag 59). “Estos estudios de cantidad nos han enseñado a creer que, independientemente de las normas de armonía, cualquier color “pega” o “va” con cualquier otro color, presuponiendo que sus cantidades sean adecuadas. Nos felicitamos de que hasta ahora no haya normas universales para este tipo de objetivos”.

           La subjetividad final en la que acaban algunos de los estudios del color (no el de Küppers, por supuesto) nos devuelve al capítulo primero de este manual con una frase popular que es todo un poema: “para gustos hay colores”. Y así, en cada campaña publicitaria que trate de conformar el gusto de las gentes ha de incluirse un apartado específico del color en el que se diga que: “esta temporada se llevarán los fucsias o los amarillos”, por poner un ejemplo. 



           Cuando los acromáticos estudiantes de arquitectura de los setenta fuimos a Londres y vimos vivos colores en las carpinterías de las siempre grises construcciones de ladrillo, nos vinimos con la idea de que los ingleses eran unos horteras. La experiencia del color en las ciudades italianas a base de colores pastel fue diametralmente opuesta, pero no por ello renunciamos a nuestra arquitectura inmaculadamente blanca, o cuando menos, del color “natural” de los materiales. La antidecoración de la arquitectura moderna que aún se enseñaba era sobre todo una anticoloración. Color y Decor son los enemigos de la forma pura, de la forma abstracta y divinizada. Estudiándolos siempre al margen de la arquitectura, estaban bien confinados. El color quedaba para la “pintura”, que era arte ajeno a la arquitectura, pero hasta la pintura del siglo XX se volvió en no pocas ocasiones incolora.

           Sólo volviendo la vista atrás a los tiempos en que la pintura y la arquitectura eran expresiones paralelas de un mismo artífice, podemos recuperar algo de los métodos de trabajo con los que los edificios recobren el color de una manera integral, vívida y desprejuiciada.

          Uno de esos recursos es el que frecuentan muchos de los pintores a la hora de empezar un cuadro: antes incluso de pensar en la forma ya han elegido un color y huyen del blanco del lienzo creando todo un “fondo” con él. En los manuales de decoración se habla también del uso de una “paleta”, es decir, de la selección previa de unos cuantos colores básicos que estarán en el origen del nuevo edificio o del nuevo ambiente.




(paletas de rojos, amarillos o verdes en tres ejemplos de F Schinkel)

            Ahora bien, pensando que el color es luz, y que la luz blanca que posee todos los colores recela de posibles competencias, podemos admitir que la arquitectura por fuera sea mucho más blanca que por dentro. Admitiremos entonces que los colores brillantes y horteras chocaban mucho menos con el ambiente casi siempre grisáceo de las islas británicas, y que los apastelados italianos era un efecto de decoloración solar. Una de las experiencias de color más divertidas que recuerde es la de contemplar los restos de las habitaciones que el derribo de una casa en un casco histórico deja en la pared medianera. Descubrimos entonces que el reino del color está mucho más en el interior que en el exterior. Si como dice Azúa (pag 101) “La extinción del color es un efecto típico de las sociedades autoritarias”, los interiores de las casas funcionan como contrapunto. Algo similar a cómo ocurre con las mujeres y los hombres: ellas usan el color con mucha más alegría y viveza que ellos. La asociación de Venus con el Color, debería de hacer pensar mucho a los arquitectos que andan en pos de la belleza.

           La opción del arquitecto Luis Barragán fue en ese sentido inequívoca




           Pero su reconocimiento mundial sólo llegaría una vez que la frívola postmodernidad hubiera levantado la veda del color (recuérdese la imagen 2.30 de este Manual: piazza de Italia de Charles Moore).  Ello nos recuerda que el color en arquitectura es un elemento doblemente efímero: en primer lugar porque como hemos mencionado, compite con la luz del sol; y en segundo lugar, porque la facilidad o arbitrariedad en su toma de decisión lo puede convertir en un chiste pasajero. Vemos así que el mito del color natural de los materiales tiene que ver con el otro mito del carácter imperecedero de la arquitectura tratado ya en el capítulo anterior.

          Frente a un siglo que ha puesto de moda la arquitectura incolora, la humanidad ha descubierto el buen color en la pigmentación de la piel. A la palidez de las mujeres y los hombres, acrecentada incluso en el barroco por el uso de polvos de maquillaje, se opone una cultura que ve en el color moreno de la piel un síntoma de belleza y gusto por el aire libre y la vida. La gracia de esta moda es que el moreno de la piel también desaparece a las pocas semanas de haberlo tomado y que el mantenimiento abusivo del color deviene en asunto peligroso para la salud. Un poco de vino también nos sube momentáneamente el color de las mejillas, mientras que un abuso prolongado nos deja el rostro morado para siempre. Quizás deberíamos aprender de estas sencillas observaciones a la hora de pensar en un color que pretendiese una arquitectura más viva e integral. Los textiles y las flores, en su condición efímera, han cumplido esa función no pocas veces y pueden seguir siendo la solución. Con el permiso de sus majestades los arquitectos modernos, claro está. Compárese un mismo ambiente, vestido tal y como sale de las revistas femeninas, y desnudo, tal y como lo muestran los historiadores, o compárense los colores que ofrecen los arbustos, las diversas enredaderas y las flores  con las arquitecturas pintarrajeadas de Stirling o de Saénz de Oíza, y será sencillísimo entender la diferencia entre un ambiente vivo y cambiante, y un ambiente creado por la reproducción de un historiador o por la paleta de un arquitecto postmoderno.