domingo, 23 de junio de 2013

CAP 1. GUSTO, TEORIA Y CRITICA



             El gusto es mío

            Mientras nos dábamos la mano al final del prelogo nos decíamos uno al otro “el gusto es mío”, o  “mucho gusto en conocerle”, mencionando así el primer gran problema de toda estética: la cuestión del gusto. La verdad es que iniciar el conocimiento de otra gente siempre da gusto. Somos “palabra-en-diálogo” dice el conocido verso de Hölderlin, y en el diálogo nos reconocemos como seres humanos  (no me puedo sustraer a recomendar siempre la lectura del comentario que hace Heidegger de este verso en “Hölderlin y la esencia de la poesía, ed. Anthropos, Barcelona 1989). Con el saludo iniciamos un camino y sentimos la misma alegría que se experimenta cuando se comienza la ascensión a una montaña. Luego vendrán las dudas, las bifurcaciones, los problemillas o los esfuerzos de entendimiento; así que disfrutemos de ese pequeño placer con que se inicia todo conocimiento, el placer del gusto.

A diferencia de las frases mencionadas en que verdaderamente decimos que el “gusto es mío”, o que “algo nos da mucho gusto”, el idioma español plantea ciertos inconvenientes en el uso de la primera persona del verbo gustar. Mientras que los ingleses formulan el “yo gusto ello” (I like it) con la misma claridad que el “yo como”, “yo pienso”, “yo veo” etc., en español invertimos el orden de la frase y para mostrar nuestra aprobación inicial a una cosa decimos “eso me gusta”, dando a entender de ese modo que hablamos antes del objeto que de nosotros mismos. Resulta que convertimos la manifestación de nuestro gusto, no en una afirmación subjetiva (una opinión) sino en un juicio exterior al objeto, lo que nos acarrea no pocas confusiones y penalidades.

Toda conversación sobre estética, o sea, sobre la belleza o fealdad de algo, suele comenzar o acabar con un “me gusta”, es decir, con una irracional y subjetiva adhesión o rechazo al objeto juzgado, pero digo bien, empieza o acaba, porque la manifestación del gusto sólo es un hablar de sí y no un hablar del objeto. Lo que interesa tratar en este libro es justo lo que está entre medio de esas manifestaciones del gusto; lo que nos proponemos abordar aquí  es al objeto en sí y no al sujeto que lo ve.

Pero antes de dejar al gusto atrás hagamos un breve repaso de alguno de sus hitos históricos. Recordemos que la cuestión del gusto fue propuesta por François Blondel como tema a debate en la sesión inaugural y fundacional de la Académie Royale D’Architecture el 31 de diciembre de 1671. Tras un año de pacientes análisis y disquisiciones, la sabia Academia concluyó en sesión de 7 de enero de 1672 sin resolución alguna. Sólo se afirmó (cito a Hanno-Walter Kruft, Historia de la teoría de la arquitectura, vol 1, ed. Alianza Forma, Madrid 1990 pag. 169) “que aquello que estuviese hecho con bon goût necesariamente había de gustar, mas no todo aquello que gustara necesariamente tenía bon goût”. “A la semana siguiente -sigue Kruft- se llegó a un consenso provisional, en tanto se llamaría de buen gusto a aquello que ­­gustare a un individuo inteligente”.

Tres siglos mas tarde se había avanzado bastante. En 1981 Leonardo Benévolo dio una conferencia en Tokio (recogida en su libro La ciudad y el Arquitecto, ed. Paidos, Barcelona 1985)  en la que se preguntaba si la ciudad moderna puede ser bella. En primer lugar separaba claramente las dos partes del “juicio estético”, el de la obra que se juzga y el de la mente que la juzga y establecía una relación entre lo uno y lo otro:  para que una obra sea cuando menos “comprendida”, su “ordenamiento debe ser bastante similar al de la mente que la contempla, estando ésta formada por la superposición de una “estructura genética” y “un patrimonio recibido por educación”.

Pero la comprensión de una obra no es lo mismo que un juicio estético, así que para que además de la comprensión se produzca una adhesión o admiración del espectador ante una nueva obra (para que se produzca un “me gusta”) se requiere que ésta sorprenda a aquél en un cierto porcentaje. Apoya su tesis Benévolo en un estudio del antropólogo Lévi-Strauss sobre la percepción musical, -así que ante semejante autoridad en la materia no vamos a entrar en discusión. Aceptaremos entonces que es la combinación justa de familiaridad y sorpresa la que explica la alegría del receptor ante un objeto.

En “El sentido del orden”, E. Gombrich también decía más o menos lo mismo: “el hecho más básico de la experiencia estética consiste en el deleite que se encuentra en algún lugar entre el aburrimiento y la confusión” (cap 6 Monotonía y variedad, pag 32 ed. española GG Barcelona 1980), o sea, entre lo ya conocido y lo desconocido o confuso..

Si la manifestación personal del gusto sobre una obra es la suma del grado de concordancia entre el ordenamiento del objeto y el de la mente del receptor más el grado de novedad que el sujeto ve en el objeto, queda claro que ya no es un juicio sobre una cosa sino sobre una relación entre persona y cosa. El “me gusta” de uno y el “me gusta” del otro quedarían así bastante aclarados, y frente al “De gustibus non disputandum”, vieja máxima que corta todo juicio estético nada más comenzado, habría que hacer campaña por un nuevo latiguillo que dijera algo así como: “toda expresión del gusto es explicable”.

Por empezar a traer ya a Alexander a primer plano, digamos que en el capítulo dos de “El Modo” (lo citaremos así de ahora en adelante para abreviar) se señala que “la diferencia entre un buen edificio y un mal edificio, entre una buena y una mala ciudad, es una cuestión objetiva que se corresponde con la diferencia entre la salud o la enfermedad, lo integral y lo escindido, entre la autoconservación y la autodestrucción” cuestiones objetivas todas ellas sí, pero que atañen más al sujeto de la contemplación que al objeto contemplado: no es fácil separar el buen ánimo que uno tenga en una alegre mañana de primavera (y estando encima de vacaciones), de la arquitectura, ciudad u obra que en ese momento se le ofrezca. He comprobado en numerosas ocasiones que la para mí feísima ciudad de Logroño les parece estupenda a la mayoría de los amigos de fuera que me vienen a ver. Es más, incluso a mí me parece más bonita que lo habitual en esos días en que se la enseño a mis amigos. Los objetos pueden contener en sí mismos indicios evidentes de salud o enfermedad, pero no cabe duda que en tanto que proyecciones de estados propiamente humanos, siempre apreciaremos antes el vigor del hombre que el del objeto. Las ruinas de un edificio pueden ser un hermoso lugar para el amor, y hasta las desoladas y sucias calles del Bronx pueden parecernos escenarios llenos de vida si en ellos encontramos a un grupo de alegres raperos. Por el contrario, el orden y el brillo del despacho de un ejecutivo de Manhattan pueden perfectamente ser asociados con los siniestros manejos del dinero y la explotación humana.

Desde el primer día de clase insto a mis alumnos a que se abstengan de decir “me gusta” o “no me gusta” al ver algo, porque con ello no hacen sino hablar de sí mismos, desnudándose imprudente e impudorosamente ante los demás. La manifestación de los gustos personales es una cuestión tan íntima o más que el descubrimiento de la piel, pues estaríamos poniendo al descubierto, como dice Benévolo, tanto nuestra estructura genética como el patrimonio cultural recibido, desvelando así todos nuestros misterios. Estaríamos hablando más de nosotros que de lo que tenemos delante, o dicho de otro modo, estaríamos utilizando lo que tenemos delante como disculpa para hablar de nosotros.


Ahora bien, tal y como ya se entendía en Francia en el siglo XVII, el gusto no es sólo una cuestión personal y subjetiva, sino también un asunto social. Sigue siendo de uso común decir de alguien que tiene “buen gusto” o que tiene “mal gusto” o que hay comportamientos, gestos y objetos de “buen gusto” o de “mal gusto”. Cuando así se habla se está empezando a aludir a valores que están por encima de lo individual y que, sin llegar a ser valores o principios teóricos, sí que tienen una clara referencia colectiva. Como el buen gusto o el gusto colectivo tienen casi siempre referencias concretas de tiempo y lugar es de sospechar que estaríamos entrando a hablar de lo que comúnmente se conoce como “moda”, un concepto bastante viscoso y difuso, sobre todo porque quienes se han ocupado de él han sido periodistas y gentes tan empalagosas como Vicente Verdú o Fernández-Galiano, o tan pedantes como Barthes,  Dorfles o Baudrillard. Diez años más joven me despaché a gusto contra un libro sobre la moda escrito por Margarita Riviere merecedor nada menos que de un premio Espasa de ensayo (v. rev. Archipiélago n. 13 pag. 135), supongo que porque no me aclaró nada y me hizo perder miserablemente el tiempo.

Un solo fragmento del libro “Paisajes con fisuras” (ed. Pretextos, Valencia 1999) de Eduardo Gil Bera es muchísimo más claro que las miles de páginas que diariamente se escriben sobre la moda. Leamos:

Los afortunados hijos del Siglo de Oro español tenían gran labor y tormento a causa del servicio debido a los rizos y follajes de aquellos tremendos cuellos apanalados que les hacían andar empalados de miedo de ajar un cangilón.
El siglo continuó su transcurso y cuando se hubo consumado el ciclo de aquellos cuellos vanos y fueron derrocados por las valonas, se impuso el severo régimen de las bigoteras. En consecuencia, era deber y precepto de los caballeros llevar día y noche el bigote refajado en un tirilla de gamuza para poder publicarlo tieso y pegado a la mejilla. Todo el mundo civilizado seguía esa moda española como lo hizo con la anterior. Valladolid y Salamanca eran los lugares más ricos, fastuosos y refinados del universo.
El devenir que no se complace en la permanencia, siguió su proceso y aconteció la toma de poder de los puños alechugados y las pelucas empolvadas. Los ingenios españoles se encontraban agotados por los trabajos rendidos a la vieja causa de los cuellos apanalados y las bigoteras, de modo que fueron los esforzados franceses quienes se pusieron a la vanguardia al servicio y defensa de la nueva guardarropía, de manera que ahora Marly y Versalles marcaban el paso a la civilización.
Estos tránsitos decisivos de la Historia, proceso de manifestación de la Idea del Tiempo, repercutieron en una multitud de hablillas, menudencias, ecos y fenómenos adventicios en otras disciplinas menores tales como la economía, la política o la literatura.

Magnífica prosa la de Gil Bera, y sabia lección de historia. Si los académicos de Blondel hubieran podido leerla, habrían resuelto sin duda que su inabordable “bon gout” no era otra cosa que los dictados de la moda de su tiempo y que esos dictados consistían no en sesudas resoluciones sino en leves tics del devenir que no se complace en la permanencia.

A fin de empezar a entendernos es preciso trazar  un línea, más o menos gruesa o más o menos precisa, entre el gusto colectivo o moda y las “teorías” de la arquitectura, del arte o de lo que sea, sobre las que trataremos enseguida. En el lado de la moda caerían toda aquella gente cuyo interés es influir en las opiniones de los demás (durante un tiempo bajo los artículos de Vicente Verdú en EL PAIS o en ciertas revistas femeninas se podía leer: Vicente Verdú es creador de opinión... !!!), fundamentalmente periodistas o periodistas metidos a intelectuales. Arrimando todos el hombro con sus artículos y bebiendo muchas copas en las fiestas de sociedad definen lo que es el “buen gusto” de la época y “dictan” la moda. Pero también, muy atentos a lo que se produce entre los no invitados a los cócteles, dan rápida cuenta de ello y lo incorporan a su patrimonio ante el terror de poder quedarse fuera de la moda. Los suplementos juveniles de los periódicos de máxima difusión y en especial el descerebrado Tentaciones del de más tirada de todos ellos, son una muestra de los ímprobos esfuerzos de la gente por “estar al día”, esto es, por saber cuál es el “buen gusto”.

Mismamente, toda esta trouppe de la moda va dejando en su lento y pesado caminar un enorme material de deshecho que constituye lo “pasado de moda” o lo que no alcanza a estar de moda, que van recibiendo nuevos, variados y despectivos nombres tales como lo “camp”, lo “paleto”, lo “cursi”, lo “hortera”, lo “kitch”, o el último de ellos, -que me lo ha pasado un alumno-, lo “pureta”.  Sobre el kitch español hay divertidos y enternecedores álbumes desde que Carandell iniciara la colección de los Celtiberias Shows. Pero los mejores resultados por entender el kitch y por ligarlo a las visiones totalitarias del mundo se los debemos sin duda al novelista checo-francés Milan Kundera.

Algunas comunidades marginales como los gay, pasotas u otras tribus urbanas han hecho también del kitch su seña de identidad, dando con ello un salto a la fama inmediato, (esto es, poniéndose de moda), por aquello de que la multiplicación de dos cifras negativas da un resultado positivo. Es el caso del cine de Almodóvar o de Santiago Segura, aplaudido en este país hasta por sus reyes (para no dejar de estar a la moda).

Gusto y Moda son por tanto conceptos ligados no tanto a los sujetos individuales cuanto a la Idea del Tiempo, o mejor, Superstición del Tiempo, que anida en los sujetos. A partir de la cual se construyen religiones que a cambio de la oración diaria (leer el periódico o ver la televisión) y la práctica de variados ritos y sacrificios, ofrecen, como todas las religiones, generoso consuelo y razón de vivir a millones de seres humanos.

En sí, la palabra moda no es más que el femenino de modo, o sea, manera o estilo de hacer una cosa. Me interesa conectar la palabra moda con la palabra estilo por desmantelar en lo que se pueda a la todopoderosa Historia del Arte que, desde que se inventó, hizo de los estilos y de la sucesión temporal de los estilos su tema central. El calado popular del método de la historia del arte es universal. Para demostrarlo sólo hace falta ir en compañía de un profano a ver una iglesia. La primera pregunta que te espetará, siempre es ¿y de qué estilo es?. Para fastidiar suelo contestar que es del estilo geométrico o del estilo heráldico, que son las categorías con que Alois Riegl despacha la cuestión en su conocido “Problemas de estilo” (Berlín 1893; v. en español ed GG Barcelona 1980). O si veo que el compañero tiene un poco de humor puedo contestarle que a quien en verdad le veo muy “estilizado” es a él.

Habiendo aprendido a contemplar la arquitectura desde su génesis, desde sus problemas de encargo, de solar, de utilidad, de composición etc, etc. la cuestión del estilo nos resulta a los arquitectos secundaria o superflua, de ahí que nos llevemos tan mal con los historiadores del arte. Acepto que se utilice el estilo (el modo, la manera) como herramienta de trabajo para rastrear la autoría o la datación de una obra, o incluso como muletilla para el trabajo de diseño (se vuelve a ello al final de este Manual), pero enseñar la historia de la producción artística de la humanidad desde la perspectiva de los estilos colectivos es una solemne barbaridad.

Últimamente puede verse en los rótulos comerciales de las ciudades que los peluqueros se autodenominan “estilistas”. Este es un título no universitario que hasta no hace mucho utilizaban sólo los encargados de la “imagen” de una revista o de un espectáculo, y los escritores muy amanerados. Quienes deberían reclamarlo con justicia son los historiadores del arte, pero nunca lo han hecho por miedo a ser tomados por maricas. Ahora que esto último está de moda, quién sabe....

En fin, recapitulemos, una cosa es hablar de nosotros como individuos y sociedades, de nuestras condiciones ambientales en cada momento de la existencia, o sea, de gustos, de moda o de estilos; y otra cosa es hablar del “ordenamiento” interno de cualquier cosa o creación. Una vez dejado claro que el gusto es mío o de mi época y que desde aquí las cosas se ven muy bien, es preciso dejar ese punto atrás y ponerse a hablar de las “cosas en sí” que diría Aristóteles. Pero antes, tal como ya anunciábamos, démosle también algunas vueltas al término “Teoría”.


            Abundancia de dioses

Todo lo que Vd. quiera saber sobre la palabra Teoría lo tiene fácilmente a mano en el María Moliner, excepto la etimología. Como yo no soy filólogo ni aficionado a las etimologías ortodoxas y no tengo diccionario etimológico, me gusta inventarlas yo mismo así que voy al apartado de afijos y cojo y coso los trozos de las palabras. Teo­- es dios, y -ría es abundancia así que, mira por donde, “teoría” es abundancia de dioses, que es definición que no viene en el diccionario, pero que ya había yo empezado a sospechar.

            Cuando mis alumnos de diseño se ponen a proyectar lo hacen sin invocar a ninguno de los dioses propicios a la creación, y así les va. Todo lo más echan mano de alguna revista de moda, que como acabamos de ver en el capítulo anterior, no es un dios sino todo lo más una religión fundada en la superstición del Tiempo. Como hijos que son de tiempos de nihilismo, son incapaces incluso de pedirle al aún vigente dios judeo-cristiano que les ilumine en la creación a ver si así les sale algo. Algunos padres aún rezan cuando sus hijos tienen exámenes, pero no sé de ningún caso en que hayan rezado por ellos cuando les he puesto un proyecto.

            De todos modos tener al Abstracto Máximo detrás no siempre ha ayudado mucho en la creación; más bien ha ayudado en la destrucción, y escribo esto a las pocas semanas de que en uno de sus nombres se hayan aniquilado las Torres Gemelas en Nueva York, y mientras que en nombre de otro se les da la réplica pertinente. Pero como al Abstracto Máximo se le atribuye también la Creación entera llamándole incluso el Creador, los hombres de todos los tiempos, para no entrar en su competencia, han preferido la advocación de abundantes y variados abstractos menores, o sea, teo-rías. Si adoramos a Apolo nos saldrá una obra de Arte; si rendimos culto a la Función, nos sale arquitectura funcionalista; si nos ponemos bajo la advocación del mucho más abstracto Forma, nos sale el formalismo; si se trata de ser Moderno, nos saldrá el modernismo; si invocamos la Alta Tecnología nos sale un Foster; si adoramos al Cubo, nos sale un Moneo y así sucesivamente. Como hemos visto en el capítulo anterior también los franceses quisieron elevar el bon gout a la categoría de un dios, pero no les salió bien la jugada. Los abundantes dioses de las teo-rías son palabras o principios que se pretenden muy abstractos e intemporales pero que como no lo llegan a ser del todo, se ven sujetas también a la inexorable maldición del devenir y, en consecuencia, a los ciclos de las modas.
           
La historia de la construcción de las teo-rías es inmensa y de ello da fe el magnífico compendio de Hanno-Walter Kruft citado previamente (Historia de la Teoría de la arquitectura, München 1985, v. en español Alianza Editorial, Madrid 1990).

Pero por mucha que sea la producción, el libro originario o primer libro de teoría que ha llegado hasta nosotros sigue gozando del máximo prestigio, y con él los tres principios o dioses (¡cielos! otra trinidad...) que deben fundar toda buena arquitectura y regirla en mutuo equilibrio, a saber, la FIRMITAS, la UTILITAS, y la VENUSTAS.

            En el siglo XV y en plena fundación renacentista, Alberti hizo nacer de cada una de estas divinidades otras muchas. La utilitas, por ejemplo, le pareció demasiado abstracta, así que dividió su templo entre la NECESITAS, la OPORTUNITAS y la VOLUPTAS.  A comienzos del siglo XVI, el maestro de Palladio, Giangiorgio Trissino hacía nacer de la utilitas dos dioses diferentes, la SICUREZZA y la COMMODITA, que serían recogidos y desarrollados por teóricos posteriores. En la Ilustración, como no podía ser de otra manera, aparecieron iconoclastas de toda condición, entre los que destaca un tal Jean-Louis Viel de Saint-Maux que descalificó por errónea toda la arquitectura desde Vitrubio y propuso a la Agricultura como modelo para la arquitectura (!) Nunca he sabido de la existencia de una arquitectura “agricolista”, pero sería divertido que la hubiese habido.

A pesar de lo nutrido de todo este santoral, lo cierto es que la poca arquitectura que aprendí a finales del siglo XX en la Escuela de Barcelona de la mano de Rafael Moneo fue todavía bajo la advocación de la santísima trinidad vitrubiana. Sin embargo, en aquellos años setenta, los profesores y los creadores de opinión  estaban escindidos entre los adoradores de la FUNCION y los adoradores de lo ORGANICO, principios predicados desde cincuenta años antes por Le Corbusier y Frank Lloyd Wright respectivamente, y mientras Moneo se dividía así mismo entre su culto a Wright y el rescate de Vitrubio, sobrevino una hecatombe teórica con la irrupción en escena de nuevos dioses de largos nombres llamados NEORAZON-DISCIPLINA y COMPLEJIDAD-CONTRADICCIÓN, predicados a su vez por Aldo Rossi y Robert Venturi, que pusieron todo el Olimpo patas arriba.

            No repuestos aún de la emoción y de la falta de espacio para tanta divinidad llegó Christopher Alexander con un dios al que llamó  LA CUALIDAD SIN NOMBRE. Su presentación en escena la hizo de un modo tan ingenuo que nadie le hizo caso. Dijo así: “para acceder al modo intemporal de construir (el modo ajeno a la moda) debemos conocer primero la cualidad sin nombre (...) dicha cualidad es objetiva y precisa pero carece de nombre”. Para hacer algo hay que invocar a un dios, eso está claro, pero el nuestro no tiene nombre. Nos suena eso, ¿verdad?.

Claro que a continuación decía una verdad como un templo de grande:  “La búsqueda que de esa cualidad hacemos en nuestras propias vidas es la búsqueda central de toda persona y la esencia de la historia individual de cada persona. Es la búsqueda de aquellos momentos y situaciones en las que estamos más vivos”, y en los cuales, por supuesto, está presente la cualidad (capítulo 1). Para olvidarnos de los dioses no está nada mal perder su nombre, y ahí “le alabo el gusto” a Alexander, pero no hay que olvidar tampoco que los grandes y peores dioses, los dioses únicos, también quisieron alguna vez llamarse innominados. Volveremos enseguida a Alexander.

            El papel de la teoría en relación con la arquitectura no se queda en la elaboración de principios, ideas, valores o dioses a los que consagrar los edificios, sino que hay un caso sorprendente en que la propia elaboración de la teoría sugiere el proceso de construcción y el resultado formal. En “Arquitectura gótica y pensamiento escolástico” (1957; v. e. Ed. La Piqueta, Madrid 1986) Erwin Panofsky sostiene con todo tipo de argumentos la íntima relación o el paralelismo entre el edificio del pensamiento construido para demostrar la existencia de Dios y el edificio de piedra destinado a albergarle en la Tierra. Es una de las apariciones de la teoría más simpáticas que ha habido nunca.
           
Pero no se entienda toda esta ironía como una proposición iconoclasta al estilo de la de Viel de Saint-Maux. Digo con Alexander que es verdad que los hombres nos preguntamos siempre por las razones por las que nos encontramos más a gusto, más vivos, o más íntegros en un lugar que en otro, y que esa pregunta acaba siempre en la formulación de abstractos, con nombre o sin él. El proceder de Palladio fue, en ese sentido, ejemplar. Dice Kruft en su compendio (vol 1, pag 117 de la edición citada) que “Palladio no expone un sistema teórico acabado; su propósito es llevarnos hacia los principios de la buena arquitectura mediante la observación de los casos concretos”. Es decir: como no podemos vivir sin dioses, inventémoslos al menos después de hacer las obras.

Alexander continuó el libro en el que definía LA CUALIDAD SIN NOMBRE (El Modo) con otro libro (“A lenguage of patterns” (Nueva York 1977, v. española, ed. GG, Barcelona 1980 /lo llamaremos “El Lenguaje” de ahora en adelante), que según él lo desarrollaba y complementaba, pero que a mi juicio, lo invertía y lo superaba con creces. La palabra inglesa “pattern” me trajo de cabeza durante mucho tiempo porque no acertaba a entenderla, y su vertido al español como “patrón” me dejaba igualmente confuso. Sólo jugueteando con las palabras y dándoles otro sentido se puede llegar a veces a aclararse un poco. Patrón, como todo el usuario del castellano sabe, es el que está por encima de uno, el que manda; y en el sentido más positivo del mando, el que tiene autoridad. El patrón de un pueblo es el santo protector o el diosecillo local al que se le reza para que llueva y salve la cosecha. Siguiendo en la escala, el superpatrón volvería a ser el Abstracto máximo. Pero el libro de patrones de Alexander tiene el acierto de proponer los patrones desde la observación (como en el método palladiano) y no pretende ninguna reducción del número de patrones hasta llegar a la “cualidad sin nombre” sino que más bien invita a seguir buscando patrones nuevos a partir de la observación de los ambientes en que nos sentimos mejor (en este libro mostraré algunos de mi invención, como el patrón “tren en un bar” o “mesa en el centro de la cocina”).  Eso sí,  les concede un escalafón con categoría de dos estrellas, una o ninguna, como a los hoteles y restaurantes, y sobre todo pretende conectarlos y articularlos como si se tratara de vocablos de un posible lenguaje intemporal de construir. Los dioses recuperan otra vez aquí su vieja denominación de “verbo”, pero no con el propósito de hacernos callar ante su abstracta grandeza, sino de permitirnos el goce del habla. Quien pone todo su empeño en que su edificio sea funcionalista o se parezca lo más posible a un cubo es un cretino, mientras que quien usa el “lugar-ventana” o “tapias altas” está empezando a hablar el lenguaje de la arquitectura. Quien crea que las palabras son lo que dice la Real Academia de la Lengua mejor es que se corte la lengua.

            Según la propuesta de Alexander, la abundancia de dioses, la teoría, sería tan sólo un conjunto de bellas y hermosas palabras articulables en un lenguaje. Una visión muy singular de la teoría y muy diferente de todas las anteriores.
           
Veamos por ejemplo lo que dice una de las últimas que ha llegado a mis manos, la de José Ricardo Morales, “Arquitectónica” (ed. Biblioteca Nueva, Madrid 1999): “Puesto que ninguna operación matemática nos dice lo que la matemática es y porque ningún hacer se explica desde el hacer mismo, es pertinente la teoría. Debido a ello, la teoría es el saber del extrañamiento. Este consiste en un “saber ver” que requiere la distancia, la lejanía”. Y más adelante: “la teoría puede considerarse como la ciencia del sentido. Puesto que constituye el saber fundamentador, a la teoría le incumbe formular los supuestos que otorgan sentido a cierto campo real”. Formulación tradicional donde las haya: la teoría es un saber previo y fundamentador que da sentido al hacer. Lo de que es pertinente vamos a dejarlo. Ha sucedido siempre, en efecto, es historia, también, pero puede demostrarse que no es necesario proceder así, que no es pertinente, y hasta que es más bien impertinente. El niño habla sin necesitar de una teoría, Mozart compone maravillas sin recursos teóricos y el indígena que viene de la selva y se instala en la ciudad construye su entrañable habitat sin necesidad de teoría.
           
Y hablando de esto último (del indígena que se traslada de la selva a la ciudad), me gustaría poder hablar alguna vez con Christopher Alexander para que me aclarase cómo se produjo su propia caída del caballo, a saber, el episodio vivido en el diseño de 1.500 viviendas según un programa de las Naciones Unidas a ocho kilómetros al norte de Lima en el año 1969 destinado a poner orden en la invasión de inmigrantes de la selva a la ciudad que entonces se estaba produciendo (véase El crecimiento de las ciudades, D Lewis y otros, Londres 1971, ed. GG, Barcelona 1975) . Según parece, Alexander tenía que presentar un diseño, pero estando allí y analizando las construcciones espontáneas que los indios hacían en condiciones precarias y muchas veces por la noche para evitar a la policía, además del diseño entregó un manual de 67 patterns o principios generales que estarían en la base de toda construcción indígena. ¿Entregó o lo aprendió allí?. Todo parece indicar que el lenguaje de patterns ya estaba en desarrollo en su “Center for Environmental Structure” de San Francisco, California, pero fue en Lima donde tomó cuerpo por primera vez a partir de las observaciones directas. Alexander fue allí con un encargo de Naciones Unidas para enseñar cómo hacer bien las casas de los ocupantes e invasores de la ciudad latinoamericana y se encontró con que éstos poseían un “lenguaje de construir” mediante el que hacían casas estupendas y acaso mejores que las que él les proponía con todas sus teorías del diseño. A construir y a habitar -dedujo- se aprende del mismo modo que aprendemos a hablar, y no a partir de ciencias previas “fundamentadoras”. Parece claro que allí descubrió que no hay un principio ordenador en la arquitectura como no lo hay en el lenguaje que recibimos gratis de nuestros padres (y no de los dioses, -aunque también los dioses se han apropiado de la palabra “padre”) y que a partir de entonces y en el ambiente de contracultura de aquella California de flores en el pelo empezó la redacción del emotivo “Modo” y luego, el acertado y abierto “Lenguaje de patrones”.

            Durante años hemos estado estudiando inglés a base de aprender palabras del diccionario y reglas de la gramática y no ha habido forma de hablarlo bien. Sin embargo, y tal y como “admirábase un portugués...” todos los niños de Francia saben hablar francés. En las Escuelas de Arquitectura también se enseña mucho vocabulario y mucha norma, pero cuanta más teoría y más mano meten los arquitectos en la construcción del habitat humano más desolación se hace en el mundo.
           
En esto de la fundamentación el último mito es el de la ciencia. Según Morales la teoría sería “la ciencia del sentido”. Originalmente la ciencia era un “saber”, pero con las creaciones de Academias, se convirtió en un prestigioso almacén de estanterías crecientes. Cuando yo empecé a aprender el significado de las palabras todo lo que no fuera ciencia no valía un pimiento. En Bachillerato ya nos dividían entre ciencias y letras; los buenos alumnos iban a ciencias y los malos a letras. Pero hete aquí que cuando estos últimos llegaron a la universidad se encontraron con que a la filosofía y a la historia las denominaban  “ciencias sociales”. Ya Nietzsche había recuperado en 1882 para sus aforismos el trovadoresco nombre de la “gay scienza”, así que la poesía, que es un hacer y no un fundamentar, se había pasado al otro bando. También entonces la arquitectura, arte integrador de las bellas artes, se enseñaba en centros politécnicos, -título confuso: “muchas tecnés”-, que nos sonaba más a ciencias que a oficios. Y no íbamos descaminados en la interpretación, pues desde hacía un tiempo el aparato científico-tecnológico ya era todo uno (v. E. Severino, “La filosofía futura”, capítulo VIII, ed. Ariel filosofía, Barcelona 1991). Claro que, como demuestra sobradamente Severino, siendo la ciencia puro devenir, la fundamentación científica es la más inestable que imaginarse pueda. La más insensata para levantar sobre ella una arquitectura.



            De la crítica como poética

            Al tratar de convertir la teoría en ciencia podemos aludir no sólo al mito de una herramienta para la intervención en el mundo y la garantía de su dominio sino también a un método del que Francis Bacon o Galileo Galilei sentaron sus bases. “La ciencia auténtica es aislamiento (“disección”) de aspectos particulares de la naturaleza, y sólo dentro de ese aislamiento es posible captar sus causas y sus efectos”. (v. capítulo II de “La filosofía moderna”, E. Severino, ed. Ariel filosofía, Barcelona 1986).
           
En ese sentido la ciencia podría tener más que ver con la crítica que con la teoría. Sigo con Morales: “Si existe una manera distinta ­­­-y aún distante- de pensar respecto de la que pone en juego la teoría (...) la crítica representa el pensamiento que tiende a la penetración en un campo y a la distinción de las porciones o ingredientes que lo integran. Crítica es, en rigor –y en griego-, separación (...) el conocimiento crítico se origina en la producción de cierta crisis o separación de los integrantes de un todo.” Pero a diferencia del “análisis” en el que tan sólo “se disuelve un todo para analizar sus componentes (...) la crítica remite, primordialmente a valores”.

            Dentro de la superstición del tiempo, o del devenir que dice Severino, habría un antes teórico o fundamentador; luego un hacer o poiesis más o menos fundamentado en la teoría o más o menos abierto al azar; y al fin, una crítica posterior, que disecciona lo hecho y que valora la adecuación de lo hecho a los principios fundamentadores de la teoría. “La crítica se halla fundamentada también por la teoría, de la que recibe su razón interpretativa, su criterio”, dice Morales.

            Pues bien, no estoy en absoluto de acuerdo con Morales, y esa es la “tesis” de este libro. En principio porque desde hace algún tiempo sé, o más modestamente sospecho, que el Tiempo es una superstición. Y en segundo lugar porque me gusta mucho más el método palladiano según el cual, y como hemos recordado antes, los principios se infieren “de la observación de los casos concretos”.  

            La crítica tal y como yo la entiendo y la propongo en este libro, no es una actividad fundamentada anteriormente ni desarrollada posteriormente al hacer, sino que es otro hacer que abre la obra a la palabra. Vuelvo a poner las cinco sentencias o versos de Hölderlin, esta vez integramente, según los expone Heidegger en la obra antes citada, y pido al lector que lea “crítica” donde pone “poesía”:

Hacer poesía (crítica) : “esta tarea, de entre todas la más inocente”
“Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes: 
el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es
Muchas cosas ha experimentado el hombre.
A muchas celestiales ha dado ya nombre.
Desde que somos Palabra-en-diálogo
Y podemos los unos oír a los otros
“Ponen los Poetas (Críticos) el fundamento de lo permanente”
Lleno está de méritos el Hombre; 
mas no por ellos sino por la Poesía (Crítica)
que hace de esta tierra su morada.

Entendámoslo así, la crítica no es un juicio de lo ya hecho en función de unos principios previos sino un diálogo con el hacer. Un diálogo que sostiene consigo mismo el creador en el momento en que hace, pero que inmediatamente se abre a los demás. La sobrevaloración del hacer y el descrédito de la palabra está expresada en el famoso y siniestro refrán de “obras son amores y no buenas razones”. Sí, ciertamente, lleno de acciones meritorias está el hombre con su hacer, dice Hölderlin, pero léase la segunda e impresionante parte del verso: más no por ellos, sino sobre todo por la palabra de la crítica que es la que hace de esta tierra su morada. (¿y qué otra cosa es la arquitectura sino la morada del hombre?).

Sin crítica no hay arquitectura y el hacer que sólo hace, el hacer que solo construye no provoca sino locura y desolación. La locura del actual hacer opera en dos direcciones: por un lado, en un desenfrenado e incontrolado hacer sin crítica que podríamos denominar territorio de los ingenieros o del aparato científico-tecnológico. Por otro, en una teoría (abundancia de dioses) que consiste en la confección de un santoral de Artistas, cuya fama y renombre escapa a toda crítica. Habría una tercera vía que es la que expone Félix de Azúa en la voz “Crítico” de su excelente  “Diccionario de las Artes”, (ed. Planeta, Barcelona 1995), a saber, la del crítico como creador único de la realidad en una cultura en la que lo mediático va por delante de lo real. La crítica, según esa acertada denuncia, estaría monopolizada por los periodistas, quienes cada día en sus periódicos dictaminarían implacablemente lo que existe y lo que no existe.

Entre la ausencia de la crítica, su fundamentación teórica o su totalización nihilista, no parece haber espacio para el ejercicio de una crítica como poética,  aunque como una y otra vez nos recuerda Agustín García Calvo, en todo sistema, por cerrado que sea, siempre quedan resquicios. Ahora bien, para que la crítica sea poética, esto es, hacedora de la morada del hombre, es preciso tener en cuenta lo que se decía en el prelogo de esta obra, a saber, que junto a la obra que se critica hay inseparablemente un hombre que la hace.

 (A veces me ha gustado comparar la crítica a una tarea curativa: puede que haga daño, como las manipulaciones de un dentista o las agujas que cosen las heridas, pero su destino no es dañar sino sanar. José Angel González Sáinz me recomienda siempre que no critiquemos más que aquello que tenga interés, es decir, aquello que queramos salvar. La primera tarea del crítico es por tanto elegir al interlocutor (o desahuciarlo)).

El noventa y nueve por ciento de lo que actualmente se entiende como “crítica”, no hace sino repetir las oraciones redactadas a los ídolos por los teóricos y los periodistas, así que sobre ella  y sobre sus ídolos sólo cabe la acción demoledora. Es triste que así sea, pero no es culpa de la crítica: de hecho esa acción demoledora no es crítica en sí, sino más bien una limpieza previa para que la verdadera crítica pueda florecer. 

      Frente al gusto como valor personal o superstición temporal; al margen de los dioses que no paramos de crear y en los que no dejamos de creer; y ajenos a la crítica que continúa la labor de su construcción y destrucción, es preciso alumbrar una crítica nueva, entendida como poética y fundada en nuevas palabras.

      De su necesidad no me cabe ninguna duda: en el volumen II de Radiaciones, y ante el panorama de aniquilación que se vive en octubre de 1943 Ernst Jünger rememora la vieja cita bíblica de la destrucción de Sodoma,  “Dios dice que respetará la ciudad mientras albergue diez justos” y comenta: “eso es un símbolo de la enorme responsabilidad que pesa sobre la persona singular en este tiempo. Uno puede ser garante de incontables millones”. Hacer crítica y no teoría, curar y no aniquilar puede ser también la garantía de que la Tierra sobreviva y sea nuestra morada. De ahí la utilidad de un “manual de crítica”.