martes, 11 de junio de 2013

CAP 4. VOCABULARIO BASICO - 3. Decoración




Se decía en otros tiempos que la arquitectura no es otra cosa que construcción decorada. Si se observa atentamente el trabajo de Brunelleschi en la sacristía de San Lorenzo en Florencia con el que Leonardo Benévolo arrancaba su célebre Historia de la Arquitectura del Renacimiento, se da uno cuenta de que está ante un trabajo de pura y simple decoración. A los muros desnudos de la sacristía tanto le podrían haber caído unos arcos lobulados de tracería gótica, como los remedos de pilastras romanas que finalmente le cayeron en suerte.

Habida cuenta de la diferencia esencial entre construcción y decoración, la imbricación entre ambas fue asunto sobre el que se devanaron los sesos muchos arquitectos por ver si en su fusión se conseguía definir la arquitectura.

Agotados por los esfuerzos de siglos y alentados por las evidencias de una época en que construcción y decoración se habían separado más que de costumbre, algunos visionarios de comienzos del siglo XX decretaron que la decoración había muerto y que la arquitectura era simple y llanamente construcción de muros y pilares desnudos bajo la luz. Tamaño disparate sólo se explica, a mi entender, por la confusión general entre los signos arquitectónicos y los signos sociales de la época.  El ascenso de la burguesía como clase social sobre un proletariado explotado, tuvo su expresión física en la apropiación exclusiva por parte de aquella de los recursos decorativos. Frente a la desnudez del proletario, un burgués podría definirse sencillamente como un hombre decorado. El rechazo a los productos industriales de los así llamados “pioneros del movimiento moderno” contribuyó no poco a esa exclusividad decorativa de la burguesía que era la clase social que podía costear los caros objetos arts and crafts. La historia ha sido muy generosa llamando revolucionarios a Morris, Wagner y compañía. Incluso Loos y Le Corbusier, los autores de los dos panfletos revolucionarios que acabaron con la decoración burguesa ejercieron su trabajo profesional como arquitectos en un contexto claramente burgués.

La figura del proletario (o la del trabajador como proponía Jünger) emerge de los tanques de la Primera Guerra Mundial vistiendo un buzo de fábrica en vez de un uniforme con chorreras. Su nueva casa habría de ser tan funcional como su buzo, su coche o su avión. El ornamento como símbolo de poder de la burguesía había quedado atrás. Hasta el punto de que se lo tomó como un delito.

La trasposición de los signos de la lucha de clases a la arquitectura tuvo consecuencias nefastas. Los panfletarios habían olvidado que la decoración es un rasgo de lesa humanidad, tan propio o más de las clases populares que de la burguesía. Decorar es “arreglarse”, presentarse con decoro, con dignidad, ponerse guapo con el deseo de agradar. La decoración es una manifestación visual de afecto a las cosas, a las personas o a las circunstancias. Por muy pobre que uno sea, no olvida nunca poner unas flores en el altar de una boda o en la tumba de un ser querido. La decoración es la expresión más simple de la trascendencia sobre la necesidad; aunque también puede aparecer imbricada con ella: nadie deja de arreglarse el pelo cuando va al encuentro de su amante.

Probablemente, el primer impulso decorativo sea sexual: el pavo despliega su cola, o la mujer subraya el color de sus labios y la línea negra de sus pestañas con la misma intención. El vello púbico, que tanto asustó a Ruskin, aparecerá una y otra vez a lo largo de la historia de la arquitectura como reclamo de la abertura. 



En el caso extremo, la arquitectura pintarrajeada de que hablábamos al final del capítulo del Color trata de llamar la atención del mismo modo que los excesos de carmín o rímel de las prostitutas. 

Pero decíamos también que la decoración es decoro, o sea, mesura, equilibrio, serenidad. Y en todo caso, adecuación a la circunstancia: hay una decoración para la fiesta y una decoración para el funeral. La decoración cumple así un papel intermediario entre el espacio y el patrón de acontecimientos que ocurre en él. Cuando hay verbena se cuelgan papelitos de colores, cuando se está de luto se usa el negro y se tapan los signos de vida (aún recuerdo ver en Elorrio (Vizcaya) los escudos de las casa tapados con paños negros como signo de duelo). También los espejos eran objeto de ocultación en caso de luto.

 La luz juega un papel decorativo primordial: cuando hay fiesta se encienden todas las luces de la casa; cuando se quiere intimidad, se encienden unas velas (incluso te las ponen en la mesa del restaurante aunque haya mucha luz de ambiente para recordártelo). En tanto que intermediaria entre el espacio y los patrones de acontecimientos la decoración tiene un cierto carácter efímero. Ahora bien, dado que la arquitectura reclama para sí cierta duración e inmutabilidad, habría que hablar más bien de sucesivos niveles de decoración para establecer esa relación entre lo efímero de un momento y lo estable de un lugar. Entre las flores del día de la boda y el canastillo de hojas petrificadas del capitel corintio hay una serie de niveles decorativos que van desde la pintura, la cubrición de las paredes y el suelo, el mobiliario o los elementos textiles.

           La separación que se haga entre arquitectura y decoración siempre será una fractura dolorosa. A los arquitectos nos ha ocupado la decoración hecha piedra, y así nos ha ido  (sobre todo cuando hemos dejado de hacerla). Hemos roto la línea de continuidad entre la fría construcción y la arquitectura vivida, entre las razones de la necesidad y el deseo humano de trascenderla mediante gestos sencillos y entendibles. La arquitectura del siglo XX se hizo tan abstracta que sólo la misma pintura abstracta, o la escultura igualmente abstracta de los muebles acudieron en su auxilio.

Pero vayamos por partes. Estudiemos primero las distintas maneras de decorar en piedra y luego, o mientras tanto mejor, de un modo transversal como se dice ahora, tengamos siempre en cuenta el carácter más o menos efímero de la decoración. Debo el excelente esquema que voy a exponer a continuación, de tres tipos de decoración, la simbólica, la analógica y la ornamental,  a un curso de doctorado de los catedráticos Iñiguez y Ustarroz de la Escuela de Arquitectura de San Sebastián

          1) Simbólica. La decoración es en primer lugar símbolo exterior, esto es, invocación ajena al propio ente que se decora. Ahora que los talibanes están siendo derrotados en Afganistán la gente esconde los turbantes negros por lo que eso pueda acarrearles. Cuando murió Franco desparecieron sus retratos de los despachos y se puso el del rey. En muchos despachos militares costó algún tiempo hacer el cambio de decoración, lo cual era bien significativo. La bandera siempre tiene que estar en la decoración de un despacho oficial de alto ringorrango. La cruz preside las iglesias, los despachos de los curas y las aulas de sus escuelas religiosas (en tiempos de Franco, de todas). El escudo de armas de un noble marcará todas sus casas. Y así sucesivamente.



Sobre el dintel de la puerta de la ciclópea entrada del recinto de Micenas aparece un escudo misterioso: dos leones escoltan a una columna cretense. Ni el propio Spiro Kostoff da una explicación convincente de su significado (op. cit vol 1 pag 183). Después de haber escrito el capítulo anterior sobre los poderes de la columna, a mí se me antoja que dicha puerta debería llamarse de la columna y no de los leones. Aunque la puerta es del s. XIII a C, es decir, muy anterior al esplendor griego de la arquitectura de la columna, el escudo de la puerta de Micenas parece anunciarlo ya: aquí dentro hay ciudad, hay arquitectura, hay columna, y los fieros leones, así como estas gruesas piedras de la muralla, la protegerán. Me gusta tanto esa interpretación, que la doy por tan verosímil como las demás, con la ventaja de que carece de la pedantería propia de la erudición. Según un sello minoico del s XVI que reproduce Kostoff en su libro, la diosa debería estar encima de la columna, pero no parece que las piedras anuncien un espacio para ella, y en cualquier caso, si así fuera, sería un divino antecedente de los estilitas que vimos en el epígrafe anterior.

Pero lo que nos interesa del escudo de Micenas, además de su referencia simbólica, es la posición que ocupa. Nos dice que la decoración va a colocarse prioritariamente sobre los agujeros de la arquitectura, sobre sus puertas y ventanas. Sin querer ser freudiano (además de no pedante), se puede sospechar cierta similitud con la localización de la decoración sexual femenina, al menos en las aberturas que han estado expuestas a la vista, es decir, los ojos y la boca (nótese que desde que el pubis se ofrece generosamente a la contemplación, también su vello es objeto de cuidados decorativos: no hay más que comparar un Playboy de los años setenta con uno de los años noventa o pasearse por una playa nudista). Ya en el interior, la chimenea aparece como una abertura más, o como la abertura más importante incluso, por lo que no es de extrañar que sobre ella se coloque el cuadro del propietario de la casa aún con el riesgo de ahumarse.


Si el espacio interior es direccional, los signos decorativos ocuparán el lienzo al que se dirigen todas las miradas. La basílica cristiana está de un modo tan presente en nuestra mente que no precisa de ilustración.

La decoración simbólica acepta mal su ubicación en espacios con una pluralidad de puntos importantes a menos que los símbolos se multipliquen, como los santos en una iglesia o la profusión de cuadros en un salón. Desaparecidas las chimeneas francesas en las casas de pisos, durante algún tiempo se ha venido colocando el mejor cuadro de la casa encima del sofá del tresillo, a poder ser, haciendo juego con su tapicería. La ventana al mundo, como así se llama a la televisión, no ha encontrado un recurso decorativo específico como no sea ese mueble estantería-armario de salón que la incorpora en su centro a modo del sagrario de un retablo.


Los nuevos símbolos del capitalismo, esto es, los logotipos y las marcas, son más ubicuos incluso que los símbolos de los dioses, gobernantes o propietarios. Lo mismo coronan un edificio que aparecen en un felpudo (lugar impensable para un símbolo del antiguo régimen). En una visita a Berlín observé con cierta desazón que la ruina de la torre de la Gedächtniskirche, dejada como símbolo urbano de los horrores de la guerra, servía de pantalla para proyectar sobre ella mediante rayos láser el anuncio de una marca de zapatillas deportivas. Como no todas las marcas o empresas tienen símbolos reconocibles, el rótulo deviene en principal decoración simbólica. Ya los romanos usaron el friso de los templos para anunciar algo, -por ejemplo, al constructor del edificio-, y así en el Panteón, Agripa se permite rivalizar simbólicamente con todos los dioses de su interior sin que éstos tengan opción de protestar


 El valor decorativo de los rótulos ha cobrado fuerza en nuestros días gracias a la ausencia de otros recursos decorativos, y así algunos establecimientos comerciales se decoran con rótulos gigantes o con texturas hechas a partir de su nombre.

A la vista del strip de las Vegas, Venturi propuso que todo el edificio fuera un anuncio, o sea, un símbolo. Pero ya antes otros se le habían anticipado como, por ejemplo, Victor Eusa con su despampanante Seminario de Pamplona en el que el edificio se hace símbolo o viceversa.



2) Analógica. Fuera de las murallas de Micenas, pero muy próxima a ellas, se encuentra la tumba de Agamenón, también llamada “Tesoro de Atreo”. 


Sobre el dintel de la puerta construida en finos sillares, vemos el hueco de lo que pudo ser su decoración simbólica, aunque en la reconstrucción que ofrece Kostoff (pag 182) tiene carácter ornamental, e incluso debió poseer un par de columnillas a cada lado. 


Tanto nos da, porque en lo que queremos fijar nuestra atención no es ni en el posible escudo simbólico que pudo tener ni en el posible ornamento que se le supone, sino en las líneas aún existentes que dibujan los sillares de las jambas y el dintel, repitiendo la forma (“análoga”) del hueco que da acceso a la tumba. A esta manera tan elemental de subrayar en arquitectura, Iñiguez y Ustarroz (o quien fuera el autor de donde lo tomaron) lo denominan “decoración analógica”, y dado que el motivo es el propio elemento arquitectónico y no una imagen ajena a la propia construcción, los catedráticos navarros la toman por la decoración arquitectónica por excelencia.

Curioso es notar que, al igual que la decoración simbólica también aparece en una abertura aunque, como veremos a continuación, su desarrollo más sublime se produjo en la columna. La repetición simple de la forma del hueco semeja las ondas del impacto de una piedra en el agua, o las que se dibujan para mostrar la amplificación de una voz. Con la decoración analógica del hueco se muestra la importancia de éste en la fachada, pero también se suaviza el brusco salto entre el paño de muro y el hueco perforado en él. Este recurso decorativo ha recorrido toda la historia de la arquitectura sin que ningún historiador lo haya enunciado con la suficiente claridad. Lo ilustro con un par de ejemplos pero se pueden encontrar millares: el de la portada de una iglesia románica,


o el de una ventana en la arquitectura minimalista de Luis Barragán.


Apreciamos también en esta última imagen cómo la línea del alero se dibuja un par de veces por debajo de la línea de las tejas o cómo las líneas de las esquinas encuentran un remate final en la bola o punto que aparece por encima del tejado. Nadie que yo sepa ha llamado en el siglo XX a estas cosas decoración pero ¿qué otra cosa es?. Digamos también que la decoración analógica es básicamente escultura y habremos hecho chirriar los aterciopelados oídos de académicos y eruditos.

La expresión suprema de la escultura, como sabemos, se da en las figuras de bulto redondo, así que la gran obra decorativa de la escultura será la configuración final de la columna. Decíamos ya en el epígrafe anterior que la columna es el reflejo arquitectónico del hombre y que para los escépticos de esta interpretación ahí estaba la directa sustitución de las columnas por cariátides. Pues bien, la escultura griega se aplicó tanto en el hombre como en la columna, con la diferencia de que a aquél lo recreaba mientras que ésta era un creación propia.

Al igual que los darwinistas, que clasifican primates y restos humanos prehistóricos para reconstruir la secuencia entre el mono y el hombre actual, también los historiadores han intentado con más o menos claridad hacer la evolución de las formas de la columna desde el antiguo Egipto hasta el espléndido siglo VI a C griego. Columnas como haces de juncos o troncos, 


columnas como formidables penes -que los pudorosos historiadores llaman “papiriformes”


columnas como delicadas flores


columnas facetadas,


 etc. etc., han ido dando expresión sucesiva a la transmisión vertical de cargas, al aplastamiento en la base y a la recepción de cargas del dintel, hasta llegar a las canónicas formas de los, así llamados, “estilos” dórico, jónico y corintio.

Debo a Rafael Moneo, en una de sus brillantes clases, la lectura de la moldura llamada “toro” como la genial intuición de la forma con que se expande lateralmente un material al ser aplastado verticalmente.

Los haces de las columnas de Luxor pasaron a convertirse en estrías que subrayaban la verticalidad de la columna con la misma analogía con que se dibujaban los ecos de la forma del hueco en la puerta de la tumba de Agamenón. El capitel dórico expresará con rotunda simplicidad la recepción de las cargas del dintel y el alivio de su esfuerzo cortante, y sólo los capiteles jónicos y corintios se escaparán de la analogía arquitectónica bien hacia lo simbólico o bien hacia el tercero y último tipo de decoración.

3) Ornamental. Según el esquema que venimos siguiendo, se denomina “ornamental” a la decoración que procede por la superposición o yuxtaposición de determinados motivos geométricos o figurativos, generalmente repetitivos, sobre los elementos propiamente constructivos. 


Si nos atenemos a lo dicho en el capítulo 3, la decoración ornamental y la textura serían prácticamente lo mismo: expresión del latido interno de la materia, expresión del proceso aditivo de la construcción o del ritmo vital de sus hacedores.

En tanto que elemento añadido a la construcción sin la fuerza de los símbolos culturales y religiosos ni la imbricación con las formas arquitectónicas que decora, el ornamento es el hermano pobre de los tipos decorativos, el más fácil de denostar y hasta de tomar por espúreo y delictivo.

Al carácter caprichoso de la decoración ornamental se suma en su rechazo, un cierto elitismo intelectual que lo desprecia como arte propio de culturas primitivas, o como expresión genuina de la religión enemiga del cristianismo occidental. Los vistosos estampados de los tejidos con que visten las tribus africanas o las camisas caribeñas contrastan con la sobriedad europea.


 La prohibición coránica de la representación figurativa de hombres y animales, produjo en sus culturas un inusitado desplazamiento de interés de lo decorativo simbólico hacia lo propiamente ornamental.


Tras los panfletos de Loos y Le Corbusier, la arquitectura se propuso arrojar fuera de sí todo tipo de decoración como si de una vestimenta “superflua” se tratara. Por ello, cuando uno descubre ciertos restos de texturas en los áticos de la Unité de Habitación de Marsella, 


o tablas pegadas a los muros subrayando líneas horizontales o verticales, 

lo anota en su cuaderno como si se tratara de un hallazgo arqueológico.

Ahora bien, mucho antes de que los trabajos decorativos fueran proscritos de la arquitectura, ya había perdido ésta el concurso y apoyo de otras dos “artes” intermedias, la pintura y la escultura, originalmente vinculadas al decoro o embellecimiento de la habitación del hombre. Es preciso en este punto volver al sin par Diccionario de las Artes de Félix de Azúa en sus voces ESCULTURA Y CUADRO. Tras describir su huida y su acabamiento, Azúa concluye así la primera de estas voces: “tarde o temprano la escultura regresará a su espacio, que es el que le dicta la arquitectura, y será de nuevo inconcebible una construcción habitable que no repose sobre un programa escultórico”. Respecto a la pintura, en el momento más trágico de su exposición dice así: “tras una perfecta inversión de las jerarquías, fue la propia pintura la que pasó a dominar y determinar el espacio arquitectónico y a construirlo según sus propias leyes”. En su día dirigí una carta a Rafael Moneo diciéndole cuán poco palacio podía verse en su obra de reacondicionamiento del Villahermosa de Madrid para albergar la colección Thyssen. 


Qué triste es ver la arquitectura que se pretende líder de nuestro tiempo, no sólo a los pies de las instalaciones, sino al servicio de la pintura!.

El uso predominantemente decorativo de la pintura abstracta, convertida no pocas veces en simple color o pura textura, vuelve a ser como un indicio de la pescadilla que se muerde la cola. Durante un tiempo optimista he regalado cuadros abstractos para colocar encima del sofá, pintados en poco menos de una tarde a parejas de amigos que se casaban. Ellos se sentían ilusionados con la posesión de un “picasso” que algún día podía valer una fortuna. Yo me ahorraba el coste de un caro regalo y encima les ayudaba a decorar el piso, que es lo mío. Y todos tan contentos.


 En el extremo opuesto del sinsentido de la relación entre arquitectura y pintura, el Museo de Arte Nacional de Cataluña proyectado por Gae Aulenti ofrece una de las experiencias arquitectónicas más espantosas que uno pueda imaginarse:  junto a la pintura románica que ya se exhibía arrancada de los templos originales, se exhibe ahora el propio hecho del expolio al mostrar el andamiaje trasero. En ningún otro lugar estaría mejor el aviso de que “las autoridades advierten de que lo aquí expuesto pudiera dañar la sensibilidad del espectador”.

No podemos acabar este tema capital sin la obligada referencia a los libros de Alexander. En el patrón 225 titulado “Los marcos como bordes engrosados” trata la decoración analógica de los huecos como si de un problema estructural se tratara: “toda membrana homogénea con agujeros tiene a romperse precisamente en ellos, a menos que sus bordes se refuercen engrosándolos”. En el patrón 249, titulado “ornamento” alude al carácter funcional de la decoración después de mentarlo como hemos hecho aquí al comienzo de este capítulo: “todos tenemos el instinto de decorar nuestro entorno”. Por lo tanto, además de satisfacer nuestro instinto, el ornamento tendría la función de hacer de la arquitectura un “todo”, actuando en aquellos puntos débiles en que pudiera descomponerse en partes inconexas. La aplicación del patrón ornamento se enuncia así: “Busque por el edificio y detecte aquellos bordes y transiciones que reclamen un énfasis o una energía extra de vinculación. Las esquinas, los puntos de encuentro entre materiales, los marcos de las puertas y ventanas, las entradas principales, los lugares donde un muro encuentra a otro, el portillo del jardín, una verja -todos éstos son lugares naturales que reclaman el ornamento”.  Por último, en el patrón 253 titulado “Los objetos de su vida” Alexander critica frontal y radicalmente el concepto del “diseño total” de los espacios o la decoración como un arte repulido en el que el usuario es un extraño, de modo que le anima a colocar allí los objetos que tienen para él alguna significación especial, recuperando definitivamente ese sentido “simbólico” de la decoración del que hemos venido hablando.

No diré que sea Alexander el inventor de la clasificación de la decoración en simbólica, analógica y ornamental, pero sí que sus tres patrones decorativos encajan perfectamente con el esquema de los profesores Iñiguez y Ustarroz  y que encuentra para ellos nuevas razones y sentido.