Según parece, toda especialización profesional conlleva el
uso de una jerga iniciática (slang) y el manejo de un vocabulario lo más
ininteligible posible para los ajenos a la misma. Los abogados y los médicos
saben mucho de eso pero desgraciadamente para ellos su slang es técnico y por
lo tanto está muy lejos de la profundidad del gran problema del habitat del
hombre en la tierra.
Por lo que a la dicción respecta
sería muy interesante para la cultura arquitectónica de este país rastrear el
origen de las poses, amaneramiento y afectación con que Rafael Moneo cautivaba
(o irritaba) en sus clases a los jóvenes estudiantes de arquitectura. Yo fui
entonces de los cautivados (cautivos), pero también he de decir que casi
treinta años después volví a escuchar a Moneo disertar sobre arquitectura en mi
ciudad y tuve que ausentarme de la sala a los diez minutos para aliviar las
nauseas que semejante modo de hablar me producía. Seguramente Moneo lo aprendió
de alguien que yo desconozco, pero sea como fuere, su mérito, y en
consecuencia, su extraordinario éxito personal, se debe al gran
perfeccionamiento teatral con que lo ejecuta. Unidas la jerga y la fama en su
persona, el efecto en las almas cándidas es devastador. Quienes tienen la
“suerte” de escucharle aunque no entiendan nada salen por lo común tan
arrebatados (embobados) como si un gran actor o actriz de Hollywood les hubiera
mirado fijamente a los ojos. Así de fascinante es el lenguaje especializado y
su puesta en escena.
Pero dejo
el teatro y el artificio retórico nada más apuntarlo, y no por falta de interés
del tema, sino por desconocimiento mío en urdir un capítulo con unos cuantos
buenos datos y argumentos en torno a ello. Y lo dejo, por tanto, no sin decir
que otros críticos o autores con “más mundo” deberían acometerlo. Desde la
soledad del provincianismo en que vivo instalado todo lo más que puedo hacer es
tratar del vocabulario arquitectónico.
Llegados a
cierta edad o a cierto nivel de conocimiento, empezamos a comprar diccionarios.
Al principio lo hacemos con un fin utilitario, conocer el significado de una
nueva palabra encontrada en un texto o traducirla de otro idioma; pero más allá
de la utilidad pronto empezamos a comprar diccionarios por mero afán de
conocimiento, por coleccionismo de palabras y hasta por miedo a la ignorancia.
La humanidad -por lo que respecta al sector llamado occidente- también llegó a
esa edad en el siglo XVIII y del manejo de diccionarios útiles saltó a la
elaboración de monumentales enciclopedias.
Por lo
general, los diccionarios de arquitectura no dieron paso a enciclopedias porque
por medio se metieron copiosas historias que prefirieron ordenar el saber
arquitectónico por siglos en lugar de hacerlo por orden alfabético. Aún así un
buen diccionario enciclopédico que tiene de todo es el realizado (o dirigido)
por Pevsner, Fleming y Honour en el año 1975, ed. esp Alianza, Madrid 1980.
Diccionarios de términos arquitectónicos hay más. En esta región ha corrido
mucho el realizado por Fatás y Borrás en 1970 para la Facultad de Filosofía y
Letras de Zaragoza, editado luego por varias y distintas marcas editoriales (la
mía es de Guara editorial 1980; a partir de 1988 apareció en Alianza y desde
entonces saca una edición casi por año así que parece que su éxito supera con
creces su calidad). No siempre los grandes diccionarios son más útiles que los
pequeños, así que muy útil y manejable es el “Diccionario manual ilustrado de
Arquitectura” de Ware y Beatty, ed esp en GG, Barcelona 1972, que hasta tiene
un anexo de vocabulario inglés-español. El reciente “Léxico de Arte” de Rosina
Lajo con dibujos de José Surroca, ed Akal 2001 no está mal y aporta un poquito
de etimologías.
Los arquitectos, en tanto que
autores de las arquitecturas, son más fáciles de ordenar y localizar por orden
alfabético, así que no faltan diccionarios confeccionados por ese método. GG
editó en español uno de origen francés realizado bajo la dirección de Robert
Maillard en 1967, que según parece es parte de un diccionario universal más
ambicioso de “arte y artistas”. Además
de diccionarios de términos arquitectónicos, de arquitectos y de enciclopedias, el saber fragmentario en
arquitectura está contenido en las innumerables guías de arquitectura que cada
ciudad del mundo edita de tanto en tanto (¡hasta Logroño tiene una Guía de
Arquitectura!).
En mi modesta biblioteca también encuentro un
“Atlas” de arquitectura de origen alemán que quiere tener de todo y en el que
por tanto es imposible encontrar nada pero que da gusto ojear por lo didáctico
de los dibujitos y por el aire tan serio de los textos. Lo editó en español
Alianza, Madrid 1984.
Referido a la arquitectura desde
1851 a los años setenta del s XX, GG editó el “Diccionario ilustrado de la
Arquitectura Contemporánea” dirigido por Gerd Hatje, formado por articulitos de
una pléyade de “expertos” de todo el mundo (lo hemos citado en el capítulo sin
mucho entusiasmo en el cap 2 al hablar de funcionalismo). Hace casi veinte años
que no compro diccionarios por lo que el panorama editorial que acabo de
ofrecer estará ya bastante anticuado, y los más recientes que he citado ni
siquiera me he molestado en comprarlos.
Sólo una novedad está presente en
mi librería y es el Diccionario de Arquitectura y Construcción de Ignacio
Paricio, ed bisagra 1999. Organizado de un modo juguetón y vertebrado a partir
de la nostalgia por la pérdida de vocabulario en los actuales profesionales de
la arquitectura, es más un libro de “autor” que un diccionario, y a pesar de
las simpatías que me merece por ello, también lo veo como una pieza más del
boom de ventas del autor y su consecuente espiral de superficialidad, -asunto
que obviamente aminora mi simpatía. Con todo, y entrando en la materia del
libro en sí, dos cosas me sorprenden notablemente: una es la desconexión con el
lenguaje clásico de la arquitectura, y otra, la falta de homogeneidad en el
lenguaje popular. La segunda es un dato que se podía sospechar, pero la primera
es un error imperdonable del autor porque el mejor modo de poner orden en el
lenguaje popular es organizar con seriedad un vocabulario culto. De ese modo,
por ejemplo, sería obligado decir que el verduguillo (pag 103) es la moldura de
media caña, y después ya podríamos divagar tranquilamente sobre el curioso y
dramático origen de esa palabra popular. Está muy bien que mencione la palabra
zapata en su vieja colocación “entre el pie derecho o columna y la viga que
se apoya en ellos”, pero resulta extremadamente ridículo que para nada la
asocie con el capitel, ni mencione dicha palabra. Sospecho que todo ello
arranca de un pánico originario a hablar en “latín” que es como Summerson llama
al “Lenguaje clásico de la arquitectura”. En algún momento de la historia al
lenguaje clásico se le tomó como lenguaje decorativo y como lo decorativo
estaba proscrito, de ahí el terror a usarlo.
Lo que he podido comprobar
hojeando uno a uno los diccionarios que he mencionado más arriba es que no sólo
se ha perdido el vocabulario popular sino el mucho más canónico latín, y que a
la hora de mencionar las partes de los órdenes clásicos y sus molduras no todo
está tan asentado como uno se imagina. ¿Es el astrágalo una moldura en forma de
bocel o es una parte concreta del capitel?¿Si el astrágalo es una parte del
capitel, cómo es que aparece también en la cornisa?¿Es el astrágalo un toro
puesto en la parte superior de la columna o es allí un baquetón? (f 4.01, 02
y 03) ¿y por qué nadie explica qué es el acanto, el más famoso de los
motivos ornamentales cuya planta es prácticamente desconocida entre nosotros?
El Maria Moliner dice que el
acanto es el cardo, pero se equivoca bastante y nos deja con la preocupación de
que hay que tener precaución hasta con los buenos diccionarios. Dos profesoras
de mi escuela de Arte aficionadas a las plantas me dicen con precisión donde
han visto las dos únicas plantas de acanto en La Rioja. Mientras voy a verlas,
echo un vistazo al estupendo “Manual de Ornamentación” de F.S. Meyer (GG México
1999) y descubro lo que va de la hoja de acanto dibujada de forma natural a la
forma estilizada por griegos y romanos.
Resuelvo con esfuerzo
mi última pregunta pero desafortunadamente para las otras y para muchísimas
otras más que hubiera podido hacer ni el María Moliner ni el Diccionario de la
Real Academia me dan la solución: astrágalo, lo mismo es un “anillo” que una
“moldura”, que una “pieza”, por lo que deduzco que ni en latín nos podemos
entender.
Las palabras son abiertas y sus
límites imprecisos, pero entre unas y otras hay diferencias de concreción:
“vegetal” es palabra que abarca mucho más que “árbol” y a su vez, “árbol” es
mucho más amplia que “olivo”, y dentro de “olivo” aún aparecen “acebucheno”,
“arbequín”, “manzanillo” y alguno más que no recuerdo. Entre muro y pared,
sin embargo, la diferencia no está tan clara. Según el M. Moliner muro alude a
construcción y pared al límite de un espacio. Sólo tabique aparece con
un significado algo más claro: “pared delgada”, esto es, sin funciones
estructurales, por lo que de tenerlas recurriríamos más bien al muro que a la
pared. A veces la concreción les llega a las palabras por el “apellido”: “muro
de carga”, “muro pantalla o de contención”, pero también les puede sobrevenir
su sinsentido: por ejemplo, el mismo M. Moliner menciona a los “tabiques de
carga”. En cálculo de estructuras se enseña que las vigas pueden ser
verticales (pilares), u horizontales (jácenas), aunque en el uso
común (y en el Moliner) las vigas son siempre horizontales. En uno de los
diccionarios mencionados se dice que los pilares son más robustos que las columnas
y de forma no necesariamente circular. En otro se vincula el uso de la palabra
columna a su pertenencia a un orden clásico, así que todas esas columnas
modernas cilíndricas de hormigón no merecen ese nombre. Pero la columna
ática (M. Moliner) es precisamente la que se define por ser aislada
y con base cuadrada (!). Uno había acudido a los diccionarios para fijar su
saber y huir de la ignorancia y ya ven que pasa...
Contra la indeterminación de las
palabras surge el lenguaje científico y matemático, donde más es más y menos es
menos. Pues bien, el más célebre lema de la arquitectura del siglo XX dio en
jugar con esas palabras enunciando que “menos es más”. En un artículo que envié
a la revista Diseño Interior y que después de más de un año aún no me han
publicado (“Menos es menos”) jugué a poner apellidos a estos términos a ver si
así conseguía desentrañar el célebre frontispicio moderno. (Ya lo publicaré en
alguna otra parte).
Eduardo Gil Bera, escritor
navarro al que ya he citado varias veces, explicaba en un magnífico artículo
titulado “Poesía, el lenguaje a ti debido” (rev. Archipiélago n 37) que
contrariamente a lo que comúnmente se cree, “todas las lenguas sufren con el
tiempo una decadencia fonética y una pérdida de su capacidad para matizar y
concretar, (...) se erosionan en el sentido de una pérdida de vocabulario
tendiendo a ser más abstractas, simples y pobres (...). En una lengua antigua
se podían expresar, en un verbo, en una palabra, matices de subjetividad que,
en una moderna, necesitarían parrafadas dilatadas, y, aún así, no alcanzarían
la precisión antigua”. También dice que es la poesía la que “es,
primero, autora y, luego, víctima de la progresiva simplificación del
lenguaje(...); un texto no aporta ni enriquece tanto como empiedra, traba y
fija de manera letal”. Veamos: columna es un pilar de sección circular
dentro de un orden arquitectónico. Al mismo nivel de definición, columna es
cada una de las partes en que se divide verticalmente una página impresa, la
porción de líquido contenida dentro de un tubo o el bafle de un equipo de
música. Pero si la poetizamos un poco, la columna o el pilar (y aquí tanto da
una que otra) de una institución lo mismo es una persona, un acontecimiento o
una ley.
Frente a los diccionarios de
definiciones se editan con mucho éxito últimamente los de uso actual (como el
reciente de Seco, Andrés y Ramos, ed Aguilar 2000) donde las palabras aparecen
insertas en frases escritas o dichas por algún prócer o literato otorgándole así
cierta autoridad a su utilización y significado. Otro tipo de diccionarios muy
frecuente en estos tiempos de erosión del lenguaje y feroz producción editorial
(y por tanto empedradora del mismo al decir de Gil Bera) es aquél en el que se
pone una palabra (llámese entonces voz o entrada) y luego se hace una
disertación más o menos próxima o intencionada sobre la misma. El Diccionario
de las Artes de Félix de Azúa al que constantemente aludimos en este libro
sería de esta condición. A años luz de su calidad, ed Celeste ha editado
(Madrid 2000) “72 voces para un diccionario de Arquitectura Teórica” del tan
voluntarioso como soso Joaquín Arnau.
Hecho este pesado repaso y visto
lo confusas, desconocidas, agotadas o abiertas que están las palabras tanto muertas
como al uso en arte, arquitectura, construcción y decoración, recordamos que
los libros de Alexander nos proponían un “lenguaje”. No era de palabras sino de
“patrones”, pero inevitablemente cada uno de ellos estaba formulado en un
conciso título compuesto por palabras. El vocabulario de Un Lenguaje tiene en
concreto 253 de esos títulos. Muchos no nos dicen nada (Centro Sanitario, Casas
alineadas, etc) pero hay unos cuantos, cuya fuerza poética es tal que, a mi
juicio, se convierten en auténticamente fundacionales de un nuevo vocabulario
en arquitectura. Son títulos de dos o tres palabras tales como:
Vecindad identificable
Límite de vecindades
Lugares sagrados
Acceso al agua
Ciclo vital
Traseras tranquilas
Baile en la calle
El colmado de la esquina
Posada
Transición en la entrada
Asientos escalera
Dominio de la pareja
Cocina rural
Casita de adolescentes
Escaleras exteriores
Habitación exterior
Abrirse a la calle
Lugares árbol
Banco de jardín
Tapias de jardín
Gabinetes
Lugar ventana
Círculo de asientos
Muros gruesos
Armarios entre habitaciones
Asientos empotrados
Lugar secreto
Lugar columna
Banco ante la puerta
Luz filtrada
Banco corrido
Asientos diferentes
Y algunos otros ya citados en los
capítulos anteriores.
No hay en este vocabulario ni una
sola palabra rara con aires de jerga y sí una infinidad de sugerencias y de
ejemplos que asocian a estas palabras lugares con vida o arquitecturas felices.
De un tiempo a esta parte colecciono fotografías que dan fe de cada uno de
estos nuevos vocablos arquitectónicos y en algún momento he llegado a pensar
que esa colección pudiera constituir la mejor de mis tesis doctorales, o si se
quiere, un nuevo diccionario ilustrado de arquitectura. Pero es un trabajo muy
pesado que dejo para más adelante o quizás para la jubilación.
Por mi parte, también he
inventado algún vocablo nuevo como
Mesa en el centro de la cocina
Tren de asientos en un bar
Fregadero bajo la ventana
Televisor enfrente del sofá, etc
que podría muy bien incorporar a
un diccionario así.
Algunos de los vocablos de
Alexander aparecen tal cual en un reciente librito titulado “Casa Collage” (ed
GG 2001) de los profesores de arquitectura catalanes Monteys y Fuertes, sin
citar más que de pasada y una sola vez los libros de Alexander. Se ve que el
santoral y la erudición tiran mucho más en los ámbitos académicos y por eso les
sale al final una “casa collage” en vez de una “casa integral”. Pero bueno,
algo es algo.
El hombre busca la inmutabilidad
en la palabra. Al más ambicioso de los inmutables con los que el hombre ha
buscado defenderse contra el devenir, se le llamó Dios, el Verbo, o la Palabra.
Severino dice que con los inmutables tratamos de defendernos del devenir (“La
tendencia fundamental de nuestro tiempo”), pero el dominio y uso de la palabra
ha sido siempre el arma sobre la que se ha asentado todo poder aniquilador. “La
voluntad de poder está destinada a destruir la voluntad de verdad y todos los
inmutables evocados por ella” (pag 58). Las mismas palabras fundadas por la
voluntad de verdad son usadas por lo más hábiles en su voluntad de poder. Lo
mencionaba en el arranque de este capítulo. De no distinguir entre lo uno y lo
otro es fácil preferir el silencio, el olvido y la erosión del lenguaje antes
que el duro trabajo de su modelado y fundición (fundación). Algunos
desahuciados por esas editoriales que prefieren lo políticamente correcto aún
optamos por lo segundo. Y así nos va.