sábado, 22 de junio de 2013

CAP 2.1 LA SANTA TRINIDAD - La función "pa" empezar


            Aclarado lo que es el gusto, lo que es la teoría y lo que es la crítica, ya podemos empezar la función, o mejor dicho, ya podemos empezar a hablar de la función. Los alumnos que empiezan el aprendizaje de proyectos se suelen preocupar mucho de que sus edificios “funcionen”, pero yo les digo que no gasten mucho tiempo en esas menudencias porque ya se encargará de ello el cliente. En cualquier caso su actitud me enseña que en esto de la arquitectura la función es algo que parece ir siempre por delante

            Dado que un proyecto empieza por una reflexión sobre la función parece consecuente la variación  nominal que hizo Alberti de la UTILITAS vitrubiana convirtiéndola en NECESITAS, -tal y como hemos mencionado ya en el capítulo anterior. El concepto de la necesidad es anterior al concepto mucho más mercantil de lo utilitario, aunque el pensamiento mercantil, que todo lo invade, descubrió luego que las necesidades primarias no son suficientes y que para fabricar y vender, lo primero “es crear necesidades”.

Ignacio Paricio Ansuategui en “La Construcción de la Arquitectura” (ed. ITC, Barcelona 1985), - uno de los libros que será varias veces referencia en este Manual-,  dice que en Alberti “la “firmitas” vitrubiana se vuelve “necesitas”” (pag. 13) poniendo de relieve que cada uno interpreta los libros a su manera, o que a los dioses les gusta mucho jugar a ocultarse y a cambiar de nombre.

            Sea como sea, al siglo XX la utilitas llegó con muchísima fuerza llamándose “función”, término que, sin embargo, se usaba en mi infancia para designar al teatro. De la adoración monoteísta a la función (función como utilidad y no como teatro) se derivó el “funcionalismo”, secta arquitectónica que el Diccionario de Arquitectura de Pevsner define de la siguiente manera: “Teoría de un arquitecto o proyectista que considera su obligación principal lograr que un edificio proyectado por él funcione perfectamente” (Pevsner 1975, v. esp. ed. Alianza 1980, pag. 253). No es una definición muy brillante pero se agradece la claridad que resulta de poner jerarquía en el Olimpo.

            El Diccionario Ilustrado de la Arquitectura Contemporánea (ed. GG, Barcelona 1975) dirigido por el menos prestigioso Gerd Hatje es un poco más prolijo y para explicar el término “funcionalismo” ofrece un articulito de un tal Peter Blake que arranca con el eslogan (de origen para mí desconocido) “form follows function” (la forma sigue a la función); sigue con una justificación curiosa del reduccionismo funcionalista (“el periodo funcionalista desempeña en el desenvolvimiento de la nueva arquitectura el mismo papel que la niñez en la vida de los hombres”) y acaba con la constatación muy años setenta del “caos” creado en nuestras ciudades por la arquitectura funcionalista. Como si la infancia hubiera durado más de la cuenta, vaya.

            Ciertamente, la ingenuidad de Le Corbusier a comienzos de los años veinte, proponiendo que la casa es un “máquina de habitar” (Hacia una Arquitectura, v. española ed. Poseidón, Buenos Aires 1964), y el éxito y expansión de sus ideas en el mundillo de los arquitectos, nos mueve a pensar que no todo tiempo pasado fue mejor y que por lo menos entonces, el mundo era también bastante idiota. Sabemos que después de la Exposición de Londres de 1851, toda la intelectualidad de la segunda mitad del siglo XIX se la pasó aborreciendo a las máquinas. Sabemos también que en los Congresos Werkbund anteriores a la Primera Guerra Mundial ya se proponía un pacto de las Artes con las Máquinas. Y sabemos finalmente (sobre todo por los diarios de Jünger) que la Gran Guerra cambió decisivamente el curso de la humanidad, pues los hombres vieron en el campo de batalla que el honor del combate había sido sustituido por una contienda de materiales industriales. De regreso de las trincheras y aún con uniforme de oficial Gropius toma la Escuela de Artes y Oficios de Weimar y la convierte en una escuela de diseño para las máquinas. Los alemanes que perdieron la guerra del catorce fueron mucho más conscientes del cambio que se había producido en ella que los victoriosos franceses. Veinte años después, Jünger lo explicó en una escalofriante página de su primer cuaderno de diarios de la Segunda Guerra Mundial (v esp. Radiaciones, vol 1, ed Tusquets Barcelona 1989, pag 164): tras el espectacular avance de las tropas alemanas por territorio francés, los veteranos franceses le preguntan la fórmula del éxito alemán: “contesté que en él veía la victoria del Trabajador, pero tuve la impresión de que no captaron mi respuesta en el sentido que yo le daba”

            La vehemencia de Le Corbusier en proclamar la supremacía de la máquina sobre cualquier otro valor pudo ser el contrapunto de la sordera de los confiados  franceses de los alegres años veinte. Al infantilismo de la primacía funcional se añadía ahora el ardor adolescente de quien no es escuchado, así que los famosísimos libros de Le Corbusier devinieron en pura soflama panfletaria. La terrible tormenta bélica a la que llevaron los innumerables desajustes provenientes de la Primera Guerra Mundial, retrasó más de la cuenta el entendimiento de los “heroicos” años del funcionalismo, así que sólo cincuenta años después pudo empezar a desmentirse que la arquitectura no era cosa de ingenieros.

Contemporáneos al desconocido articulito de Peter Blake, hubo textos más famosos que pusieron fin al monoteísmo de la función. La revista Arquitecturas Bis de enero de 1975, por ejemplo, publicaba el “Functionalism, yes, but...” de Robert Venturi y Denise Scott Brown en el que, en primer lugar, se conseguía con éxito volver a proponer como dioses paritarios a los tres de la santísima trinidad vitrubiana, y con mucho menos éxito, recuperar la decoración (volveremos más adelante sobre ese tema con extensión).

Según contaba el mismo Aldo Rossi en “Autobiografía científica” (1981,  v. e. Ed. GG Barcelona 1984, pag. 9),  su famoso libro “La arquitectura de la ciudad” (1968, v.e. ed. GG, Barcelona 1971) trataba en el fondo de la relación entre forma y función, y llegaba a la conclusión de que “la forma permanecía y determinaba la construcción en un mundo en que las funciones estaban en perpetuo cambio”.  “Es evidente que todas las cosas deban responder a una función –decía Rossi en Autobiografía científica, pag. 89- , pero no pueden agotarse en ella, porque las funciones cambian con el tiempo”. La superación del funcionalismo en el caso de Rossi parecía más en relación con la mirada que en aquella época se empezaba a dirigir a un patrimonio arquitectónico que, en cuanto se quedaba funcionalmente obsoleto, corría inminente peligro de destrucción. (La Escuela de Artes y Oficios donde trabajo se inauguró como salón de exposiciones de productos agrícolas e industriales, fue hospital y prisión en tiempos de guerra y ahora parece que se la barajan entre las consejerías autonómicas para futuros usos burocráticos políticos. En cierta ocasión, yo mismo les propuse a los alumnos el ejercicio de construir una vivienda en una de sus aulas, como si se tratara del salón de un palacio de Leningrado). Aldo Rossi descubrió que los edificios tienen cierta autonomía respecto a las funciones y por tanto otros principios ordenadores que derivan en muchos casos del lugar o de la historia de las tipologías: “siempre es al lugar, entendido como lo que modifica, y en último término, conforma la arquitectura, a lo que recurren los tratadistas” (op. cit. Pag. 94). La recuperación de la simetría y de la repetición, o la recuperación de las arquitecturas neoclásicas, le llevarían a formular una cierta autonomía de la disciplina sobre las condiciones temporales en un contundente ataque a la función.

Pero el olvido de la función y sobre todo la pervivencia de los símbolos que la misma podía haber dejado en los edificios que se construyeron para albergarla están ahora mismo produciendo un nuevo caos urbano del que todavía nadie parece darse cuenta. Las Casas de Beneficiencia albergan Consejerías o Museos, las Iglesias son salas de conciertos, los grandes palacios de la vieja nobleza están ocupados por Bancos, las viviendas de la burguesía por oficinas, las estaciones de ferrocarril por salas de exposiciones, los conventos cistercienses por parques temáticos para turistas, y así sucesivamente. Con tal de salvar las carcasas arquitectónicas parece que cualquier función es buena.

Previamente a Rossi ya se había atacado también a la arquitectura funcional o mejor dicho, a la arquitectura con un simbolismo funcional, desde los valores crecientes de la movilidad. 



La “Arquitectura móvil” de Yona Friedman (1957-58, v.e. ed. Poseidón, Barcelona 1978)  o las “ciudades enchufables” de los Archigram, intentaron convertir la arquitectura en unas mudas estructuras susceptibles de contener cualquier función. Rara vez llegó a edificarse ningún “contenedor” sin función prevista, pero durante años no dejó de hablarse de ello. (Cuando se hizo el pabellón riojano de la Expo de Sevilla, lo primero que se dijo para justificar el derroche de gasto público que suponía fue que se trataba de un contenedor adaptable en el futuro a cualquier otra función, pero lo cierto es que acabado el sarao, nadie lo quiso reutilizar y acabó demoliéndose. El año 2000 di un paseo por lo que fuera el recinto de la Expo y reconocí aún algunos pabellones nacionales reconvertidos en sedes de algunas oficinas comerciales. Parecían tan falsos como cuando intentaron representar a sus países, pero mucho más desolados aún que entonces por la falta del jolgorio colectivo).

Durante el medio siglo de incierto reinado de la función, la ciudad se dividió en funciones y a todas las funciones se les dio nombre. En su génesis, al decir Le Corbu que la casa era una máquina de habitar, ya estableció su función, lo mismo que hizo para la silla, esa “máquina de sentarse” (!!!) (pag. 92 de la citada edición de Hacia una arquitectura). Dentro de la máquina de habitar había así mismo otras funciones, como dormir, comer o cocinar, a las que se respondería con dormitorios, comedores o cocinas. Bien pensado no sé por qué a la arquitectura funcionalista se la enfrentó con la orgánica, pues según el conocido latiguillo biológico de que “la función hace al órgano”, no podría haber otra arquitectura más orgánica que la funcionalista. La simplificación y reducción de la visión de un edificio, un barrio o una ciudad, a las diferentes funciones que albergan, y la separación quirúrgica de todas ellas, fueron tratadas en sesudos congresos internacionales de arquitectos urbanistas entre 1928 y 1956, dando como fruto más reconocido, La Carta de Atenas de 1933, editada en 1942 y aún difundida treinta años más tarde (no sabría decir si la edición que yo poseo, Ariel, dic. 1971, es la primera en español, pero el caso es que en esos años aún se editaba y se vendía en España, porque Ariel sacó otra edición en 1973). El “zoning” se convirtió en un método de proyecto y análisis tanto en el urbanismo como en la arquitectura. 

Curiosamente fue Christopher Alexander el que tuvo el honor de hacerlo olvidar para siempre con uno de sus trabajos anteriores al descubrimiento de los patterns. Nos referimos al famoso artículo “Una ciudad no es un árbol” de 1965 (Architectural Forum), recogido con otros artículos y traducido al castellano en “La estructura del medio ambiente”, ed. Tusquets, Barcelona 1971. Desde entonces para acá se olvidó para siempre el funcionalismo del vocabulario arquitectónico y sólo esa preocupación de mis alumnos en sus proyectos primerizos me lo recuerdan año a año.

Decía muy bien Venturi en “Functionalism yes, but...” que “la arquitectura funcionalista fue más simbólica que funcional”, pero no tan bien que “la función era un símbolo vital en el contexto cultural de la década de los veinte”. Lo que era un símbolo vital después de la Primera Guerra Mundial, tal y como ha contado espléndidamente Jünger, no era la función sino el “poder de la técnica”.  Le Corbusier se inspiraba en los automóviles, los barcos y los aviones para definir su nueva arquitectura, y ponía su coche delante de sus edificios construidos para expresar cierta similitud de inspiración. Setenta años más tarde, las fotografías de sus casas con coche resultan patéticas porque el símbolo tecnológico del edificio es increíblemente más fuerte que las obsoletas formas de los coches, demostrándose así, con meridiana claridad, el contenido simbólico de la arquitectura mal llamada funcionalista.




 De algún modo, se entendería mejor a Le Corbusier como un anticipo de la arquitectura de la expresión técnica o “high tech” que iniciarían Renzo y Piano en el Centro Pompidou de París, y que tendría continuidad con las obras de los ingleses Foster o Greenshaw.

Para buscar una arquitectura auténticamente funcionalista nos tenemos que remontar por lo tanto a los dos siglos anteriores. Las nuevas funciones de los estados modernos y de la sociedad industrial precisaban edificios que les dieran respuesta. Las búsquedas tipológicas y simbólicas no siempre dieron resultados y muchas funciones fueron albergadas en carcasas simbólicas o tipológicas de otras. Las bibliotecas, las prisiones, los mercados, los parlamentos, los hospitales, las estaciones de ferrocarril etc. etc. precisaron respuestas que la arquitectura no siempre supo dar desde sus principios teóricos, perdiendo no pocas veces la carrera de la historia respecto a la simplona ingeniería. Por rescatar un poco a Pevsner después de traer aquí la torpe definición de funcionalismo de su diccionario, mencionaré como ilustración de esta lucha por dar forma y símbolo a las nuevas funciones, su voluminosa y erudita “Historia de las Tipologías Arquitectónicas” (Princeton 1976, v. e. ed. GG, Barcelona 1979).


 Cuando en cierta ocasión  me vi sorprendido al encontrar en Badajoz un asilo de ancianos que parecía una prisión (v. mi artículo “Arquitectura y Vejez”, rev. Archipiélago n. 44, pag. 40), el volumen de Pevsner me ayudó no poco a reordenar mis ideas. La planta en panóptico adoptada por este asilo, que yo relacionaba directamente con una prisión, ya había sido utilizada en algunas de las propuestas para la reconstrucción del célebre asilo de París a finales del siglo XVIII. 



Por el contrario, las prisiones, según el célebre tratado de Durand (v. e. Ed. Pronaos, Madrid 1981, 3ª parte lámina 19) tendrían forma de pabellones enlazados con patios y bordeados por cuatro torreones con la forma de un castillo según la imagen que casi de forma contemporánea editase Ledoux  (L’Architecture 1804).


Pero la expresión de las nuevas funciones no podía confiarse solamente a las plantas sino sobre todo a las fachadas y por ahí es por donde la arquitectura empezó a hacer aguas. George Dance resolvió el problema con rotundidad en la conocida prisión de Newgate (1770-1785) respondiendo con una imagen de gruesos y ciegos muros a la función del internado de presos,  pero habría que buscar con lupa una relación expresiva tan coherente entre la función y la imagen de un edificio.
El libro de Pevsner sólo trae ejemplos de edificios clasificados por usos hasta el año 1950, por lo que se hace más que necesaria una reactualización con las propuestas de la “arquitectura funcional” de la segunda mitad del siglo XX.

En la última página de su libro, Pevsner menciona sólo de pasada y sin un reflejo gráfico, la fábrica de sombreros de Erich Mendelsohn, ignorando así los notables esfuerzos de este arquitecto alemán por encontrar para la arquitectura una expresión de sus funciones con el único recurso de los volúmenes y sus huecos. Los proyectos imaginarios de Mendelsohn, dibujados en sus cuadernos de trincheras durante la Primera Guerra Mundial, merecen sin lugar a duda un puesto destacado en los esfuerzos por poner a la arquitectura bajo la advocación de la función:


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 Pero la expresión de la función ha sido un camino bastante incierto en el que no pocas veces se ha incurrido en el kitch. El mejor vinatero de Haro construyó en los años ochenta un nuevo almacén de sus bodegas, dibujando con la piedra tres enormes barriles. 


A cuatro kilómetros de Haro, en Anguciana, -mi pueblo-, el arquitecto logroñés Gil Albarellos construyó la fachada del cine dándole forma de fotogramas de película. 


En Alfaro, la fábrica de viguetas llamada Ultramar tuvo la ocurrencia de dar forma de barco a su edificio de oficinas. Pero no se vaya a pensar que esto es cosas de pueblerinos y provincianos. 



Mucho más famoso, y hasta más  ramplón, Gehry pone un avión a la entrada de un museo aeroespacial (f 2.12) o unos prismáticos a la entrada de edificio comercial en California, y así sucesivamente. Robert Venturi quiso rescatar toda esta imaginería simplona e incluso promoverla pero, como es sabido,  en ello encontró su tumba. 

Resumiendo un poco, la arquitectura “funcionalista”  ha  mostrado tres rostros, a saber:
1)  El de los clientes, sus ingenieros y sus constructores, en cuyo caso no se puede hablar de arquitectura, pero que ante el retroceso de la verdadera arquitectura, ocupa cada vez mayor espacio en el mundo llevando a la edificación a lo que bien se puede llamar el nivel cero.


2) El de quienes equivocaron la expresión de la función con la expresión de la técnica, como Le Corbusier, y que en cambio teorizaron con las funciones simplificando hasta extremos ridículos la complejidad de la arquitectura y de la ciudad.

y  3) El de quienes intentaron que sus edificios expresaran su función, pero ante el empobrecimiento expresivo de los lenguajes históricos, la abolición de la decoración y el autismo del lenguaje técnico, tuvieron mucha menos fortuna que mérito.


Como ninguno de estos rostros es muy agraciado, vamos a dejar aquí al dios función y vamos ver que nos ofrece el siguiente.